Tengo un deseo imposible de cumplir (y lo sé), a no ser que el sistema económico en el que vivimos explosione por fin. Sin embargo, estoy segura de que no estoy sola, lo cual me lleva a pensar que una buena rebelión quizá nos proporcionaría un resultado satisfactorio, por si alguien se anima. Allá voy: por favor, dejen de editar folletos de juguetes que parecen enciclopedias y de repartirlos entre las niñas para freírles el cerebro y hacerles desear cosas en las que ni siquiera habían pensado hasta ahora. Dejen de dar la turra meses antes de la Navidad, de convertir las bonitas hojas de otoño en una elaboración de interminables listas de objetos que acabarán cogiendo polvo bajo la cama. Dejen de generar estrés, de provocar ansiedad en unas edades en las que lo más importante debería ser cuánto tiempo más me puedo quedar en el parque, de sembrar la incertidumbre de lo bien o mal que me he portado en función de la cantidad de juguetes que me han traído el carbonero, el del trineo o los magos, cuando la realidad es que igual en casa no había dinero o intención para más. Hemos intentado evitarlo, pero a nuestro hogar también ha llegado uno de esos tochos. Por si fuera poco, además de invitar a acaparar y consumir, los juguetes todavía siguen clasificados por sexos. Por mucho que intentemos educar en la igualdad con nuestros aciertos y nuestros errores, luego viene la realidad y te estampa en la cara un fascículo plagado de niñas con muñecas y cochecitos y niños con camiones de bomberos y botas de fútbol. Sepan ustedes que con ese folleto pienso hacer una hoguera cuya estela de humo ojalá sirva para azuzar nuestro sentido común. Admitamos que, desde bien pequeñas, aleccionamos a nuestras hijas para un futuro premeditado. Yo no pienso darme por vencida. Porque estos libros sí merecerían arder en una buena hoguera y no los que quemaron en Fahrenheit 451.