Imagino que quienes pensaron que sus insultos en las calles iban a impedir la investidura de Sánchez y la ley de amnistía habrán notado ya que no. A expensas de que algunos pretendan prolongar el fin de fiesta hasta el 20-N –cuando ya endrían prevista su kalejira habitual–, es de suponer que llega el momento de ser consecuentes: cada uno para su casa o todos a ocupar cuarteles. Llevaba unos días en esta reflexión cuando salió un grupo de exmilitares a acreditar que, ante esa disyuntiva, ellos están por repartir fusiles.
Lo que no vale es disfrazar de derechos y libertades la suplantación de la legitimidad democrática. Yo no quiero una sociedad amordazada; ni siquiera lo más vociferante y cavernícola de la española. Pero la mentira de esta derecha es sembrar odio y acusar de sus consecuencias al divergente. El que la quiera soportar, que lo haga sabiendo que es cómplice del pogromo intelectual; y del físico al que llaman algunos ya abiertamente. Así que el río Rubicón discurre delante de los convocados por PP y Vox en las últimas semanas y a Feijóo y Abascal solo les queda poner freno o dirigirlos hacia el cuartel más cercano para defender por las armas la integridad de España frente al azote de la democracia, que ya se sabe que los golpistas somos todos los demás. La tristeza que produce la experiencia de estas semanas es constatar que la derecha postfranquista española ve en la democracia la detentación del poder por otros medios. Cuando no sirve para eso, la democracia entra en cuestión y la sustituyen los símbolos con los que se le envuelve –bandera, himno, fuerzas armadas, corona, selección,... no necesariamente por ese orden–.
Ponen tan difícil querer ser español que les resulta más sencillo hacer imposible no serlo. Su ventaja es que la homogeneidad es más sólida que la diversidad. Esta necesita reivindicarse a diario y la suma de respetos entre diferentes siempre tiene sus costuras más abiertas que el esparto del pensamiento único. Despreciar no requiere entendimiento ni el menor esfuerzo intelectual; sólo la convicción con la que se hila el fanatismo.