En el principio fue el nombre. Luego, vino el adjetivo y sus atributos. Identidad individual, colectiva, patriótica, política, religiosa, sexual, alimentaria. Y a pesar de tanta identidad no hay quien aclare qué cosa sea la identidad de la identidad. Lo común ha sido sostener que la identidad se compone de elementos que heredamos y de aquellos que adquirimos voluntariamente. Y, como nunca abandonamos el humus del primer descubrimiento del yo, se dice que somos el mismo, pero no lo mismo. Vamos, que la identidad, sea individual o colectiva, no es inmutable, dada ab ovo para siempre, aunque esté dándonos la lata con sus preguntas incómodas: “quién soy, de dónde vengo y a dónde voy”.

Identidad ética

De las identidades existentes, destaca la llamada patriótica, que se visualiza con símbolos, escudos, banderas, estandartes, himnos y con retales recogidos del folclore y de la tradición. Hay quien las juzga como ortopedias que ayudan a superar el caos existencial, pues intentan dar sentido al tiempo que nos ha tocado en suerte. Nada que objetar. Cada cual usa la camisa de fuerza que considera más oportuna para equilibrar sus pulsiones de vida y de muerte, que decía Freud.

Si se repara en la identidad patriótica, nacional o estatal, convendremos en que se trata de una identidad cuya fuerza motriz tira de nosotros hacia dentro, haciéndonos chapotear en el narcisismo y en el ombliguismo, en la fascinación de que ningún país es como el propio o nada como la pretendida identidad nacional para diferenciarnos de los demás y elevar esas diferencias a esencias patrias.

Los lazos de las identidades patrióticas no unen a los ciudadanos, ni siquiera a los del mismo territorio. Sucede lo contrario. Ahondan más en las diferencias como signos de identidad. El espectáculo cainita ofrecido por los partidos políticos de este país en la defensa de su particular identidad patriótica ha sido antológico. Ninguno de ellos tiene la misma concepción de patria y, sin embargo, la aman con delirio. La patria que aman los del PP no es la patria del PSOE; menos todavía, la de Vox, que no se sabe si es amor o canibalismo que, como decía Levy Strauss, es el amor más intenso. Te quiero tanto que te devoro.

Una cosa han demostrado estas identidades: que son inútiles para salvaguardar la especie. Ni han servido para conformar una humanidad menos asesina. Las identidades patrióticas han conseguido manchar con sangre todos los mapas del mundo. Recuerden la tesis del libro Las identidades asesinas, de Amin Maalouf: la afirmación de unos ha llevado a la negación de los otros. Y ello en nombre de una etnia, una patria, un país, una lengua, una religión.

Y, bueno, ahí está la madrasta Europa para confirmarlo. Europa no ha conseguido jamás que sus habitantes se sientan europeos y se definan como tales. ¿Sabe, por ejemplo, Borrel qué es ser europeo? Y ¿qué país representa mejor la identidad europea? ¿Y los valores que lo definen? Más en concreto: ¿existe el patriotismo europeo? Solo conocemos el europeísmo de la OTAN que lo manifiesta con misiles. Y cuando juegan al golf Europa vs. USA en la Ryder Cup. Hasta los ingleses se sienten europeos.

La identidad patriótica no alumbra sujetos destinados a entenderse entre sí. Los partidos han defendido una identidad patriótica española, no solo uniforme, sino enfrentada. Para colmo, se creen ser representantes en exclusividad de dicho patriotismo. Y, si esto sucede en un mismo estado, ¿qué no sucederá al relacionarlos con los otros estados?

Hasta la fecha, el uso y abuso de la identidad patriótica nos ha condenado a despellejarnos entre sí. Y total, ¿para qué? ¿Tiene alguna importancia ser español, ser vasco, ser navarro, catalán, madrileño, si no somos nada respetuosos ni con los vecinos de al lado? ¿A qué nos conduce la identidad patriótica? ¿A ser mejores ciudadanos? La historia no lo confirma. Si esa identidad patriótica lo que genera son comportamientos perjudiciales para la convivencia, convendría fumigarla. Si la identidad patriótica no fomenta ni la buena educación, el uso decoroso del lenguaje y el respeto hacia quienes son diferentes, ¿a qué viene tanta parrafada sobre su importancia?

Si la identidad patriótica cultiva el miedo a lo desconocido y el odio hacia el diferente y agranda nuestro narcisismo y no remueve el “carácter ético” de la persona, del que hablaba Aristóteles, mejor que nos dediquemos a la papiroflexia. La identidad patriótica nos somete a los ideales de un estado que raramente es ético. Es un Leviatán totalitario que solo conoce la moral de guerra de los unos contra los otros.

La identidad ética, esa que cada persona debe construirse a lo largo de su vida, no depende del estado, ni de la patria, ni de la nación. Está relacionada con la voluntad personal, con la libertad y con el atrévete a pensar kantiano. Para hacer patria no hace falta ser nacionalista. Basta con respetar a los otros, el continente y contenido del ecosistema que habitamos: casas, calles, plazas, monumentos, ríos, bosques y patrimonio, incluido el mobiliario público. ¿Se puede llamar uno patriota si a la mínima de cambio se dedica a destrozar todo lo que encuentra?

Nada impide amar y defender la bandera y el himno del país. Pero estaría bien preguntarse qué repercusiones tiene tal amor patriótico. Todos los dictadores se han caracterizado por amar desaforadamente a su país. La dictadura fue resultado del amor fou por España de Franco. Y los crímenes cometidos durante ella fueron producto de ese amor.

Samuel Johnson calificaba el patriotismo como refugio de gente canalla y sinvergüenza. Cualidades de falsos patriotas, claro. Pero, ¿quién distinguirá un verdadero patriota de quien no lo es? ¿Los partidos políticos? No sé, pero, mientras el marco de relaciones entre los partidos actuales se rija por las derivaciones de ese patriotismo nacional exclusivo y excluyente, al que me he referido, seguiremos condenados a no entendernos.

Una política planteada desde la perspectiva de mis amigos y de mis enemigos, que postulaba el nacionalsocialista, o sea, nazi, Carl Stmith, nos llevará a tratar a los demás que no son mis amigos como seres inferiores a los que, si es necesario mandarlos al infierno por infieles, se los manda. No sería la primera vez que esto ocurriese. l