Cuando era crío me fascinaban a la vez la ciencia y lo paranormal. Tardé poco en poder discernir realidad y ficción o, mejor dicho, invenciones que no iban a ningún lado. Existían ya grupos contactistas que rezaban porque iban a llegar a salvarnos los hermanos mayores del espacio, casi tantas como apariciones marianas y angélicas. Y los periódicos contaban cómo una patrulla de la Guardia Civil había perseguido un platillo volante o cómo en el polígono de las Bardenas habían visto luces extraterrestres que, por lo que se ve, un sargento dijo que se las colgaran de los huevos. España era así, había mucha gente convencida de que nos invadirían los extraterrestres o algo peor. La verdad está ahí fuera, decía la tele. Como ya me iba dirigiendo a estudiar las cosas del universo, sabía lo improbable que era usar avanzadas tecnologías para recorrer la galaxia y acabar jugando al escondite con pilotos militares o pastores. Las evidencias de que ese mal llamado periodismo del misterio era solo un timo inventándose cualquier milonga para denostar a “la ciencia oficial” me permitieron declararme escéptico muy pronto y pensar que tanta tontería hacía mucho daño. Nunca llegó ET ni nadie predijo el futuro ni las casas encantadas funcionaron jamás fuera del cine, pero cada vez más gente se creía todo ese folklore porque lo llevábamos mamando desde siempre.
Así que no es raro que la NASA se monte ahora cualquier tontería y que decida meter dinero en algo que incomprensiblemente sigue siendo muy popular, porque da titulares fáciles e impacto en las redes. ¿No suben al espacio? Pues, ¿quién mejor que ellos para estudiar los ovnis, ahora llamados fanis? Pero en el fondo sigue sin haber nada genuino, solo testimonios que demuestran qué malos somos los humanos cuando intentamos registrar los hechos reales. El resto es Hollywood.