Rubiales se ha convertido en uno de los personajes más desprestigiados de España. Y él mira a derecha e izquierda sin comprender por qué las mismas viriles cualidades que le fueron otrora premiadas le son ahora reprochadas; por qué los mismos que en pie le aplauden a rabiar un día le abuchean al siguiente exactamente por las mismas palabras; por qué los mismos que le rendían perruna pleitesía, se permiten hoy no cogerle el teléfono; por qué quienes se arrastraban para que se dignara a concederles un guiño, un minuto de tiempo, una foto juntos o un gesto de simpatía, evitan hoy toda ocasión de darle la mano; por qué quienes hasta ayer le reían –con carcajada tan falsa como sonora– las gracias más tontas, le afean ahora la incorrección de esos mismos comentarios; por qué quienes ayer hacían cola para mostrarle sumisión, le niegan hoy en público no ya tres veces como Pedro, sino hasta setenta veces siete, como en Mateo.

El caso Rubiales busca romper con la normalización de esa despreciable cultura que mezcla el machismo con el abuso de poder. Muchos comentaristas añaden que Rubiales encarna el siglo XX ante una nueva situación que representaría el siglo XXI. Ayer mismo Jorge Valdano titulaba su columna “Rubiales, empantanado en el siglo XX”. Se quiere así subrayar que en la cultura contemporánea no se consienten comportamientos vejatorios, abusivos o que no respeten de modo absoluto la dignidad y la libertad de todas y cada una de las mujeres, en su ámbito profesional, público o privado.

Pero no creo que para indicar que comportamientos como los de Rubiales son inadmisibles y punibles, debamos conceder que ese tipo de actuaciones estuvieron bien vistas de modo generalizado en otra época. Muchas mujeres las sufrieron, sin duda, pero no estoy seguro de que se pueda trasladar a las nuevas generaciones que todos sus abuelos vieron aquello con normalidad. Si les contamos la historia de un modo maniqueo les hurtamos la posibilidad no solo de entenderla, sino de comprender la complejidad del actuar humano, de su libertad y de su dignidad en cualquier tiempo.

Pienso en mis mayores. Jamás los vi celebrar algo llevándose las manos a los cojones. No porque estuvieran ante las cámaras en un espacio público, no porque representaran a ninguna institución, no porque estuvieran cerca de ninguna reina: todas esas circunstancias resultan irrelevantes a la hora de considerar lo esencial. Ellos no lo hacían por la sencilla razón de que les resultaría algo indecente y muy tonto. A los suyos nos habría parecido en ellos una grosería incompresible que habría generado una embarazosa incomodidad, como si en medio de una reunión familiar hubieran orinado contra la mesa. No cabe imaginarlo.

No les recuerdo tampoco ningún comentario racista u homófobo, o riendo chistecitos machistas. Muchas personas de otras generaciones estuvieron educadas en unos valores humanistas que partían de la universal dignidad humana: de todas las personas. Por eso no se permitían, independientemente del momento que les tocara vivir, cosas como las de Rubiales. Por esa misma razón, por cierto, pudieron con toda naturalidad trasladar a sus hijos que la violencia política en nuestro país no podía tampoco aceptarse.

Los Rubiales no son del tiempo de mi abuelo ni de mi padre. Son de otra dimensión. Son de un tiempo paralelo y siempre presente. Son del siglo de los que no respetan, de los que abusan, de los que desprecian. De los que buscan rodearse de miserables, de correveidiles, de pelotas y de oportunistas venales. De quienes carecen de empatía, inteligencia o imaginación para comprender el dolor ajeno. De quienes creen que el dinero o el acceso al poder permiten medir a las personas, y de quienes dominan y humillan –y se dejan al tiempo dominar y humillar– según su posición en esa escala. Y todo ello no es menos del XXI que del XX. Lo advierto no vaya a resultar que estemos condenando los comportamientos externos sin confrontar los contravalores que los generan.