Septiembre es el único mes del año que no comienza con el día uno, sino con el primer lunes de mes: el lunes de todos los lunes. El día más temido del calendario incluso para tu cuñado, ese que trabaja en una start up y que tantas veces te ha repetido lo feliz que es pasando más de diez horas diarias en esa oficina decorada con mobiliario de colores y equipos informáticos de última generación. Con el primer lunes de septiembre dejamos definitivamente agosto atrás, que es mucho más que un mes, es una estación entera, el verano; un estado de ánimo concreto, la felicidad o una velocidad en sí misma, la fugacidad. Porque nos pasamos el año esperando a que lleguen las vacaciones y estas se esfuman con una rapidez solo comparable a aquella con la que algunos han pasado de considerar a Puigdemont un peligroso trumpista a valorarlo como un progresista dispuesto a alcanzar acuerdos.
Con agosto nos ocurre como con otras tantas cosas, nos pasamos la vida esperando a que lleguen y según llegan se van dejándonos la sensación de haberlas aprovechado menos de lo que nos hubiera gustado. El descanso veraniego se acaba y nos damos cuenta de que habíamos comprado más libros de los que podíamos leer o más cervezas de las que podíamos beber. Porque el verano, como todo en la vida, es rehén de aquello que esperábamos mientras lo planeábamos, porque muchas veces disfrutamos más las cosas cuando las imaginamos que cuando las hacemos. Y si lo malo que tienen las ilusiones es que pueden dejarnos insatisfechos, lo bueno es que podemos renovarlas tantas veces como nos dé la gana. Y en eso consiste septiembre, en buscar nuevos retos y en volver a imaginarnos, si no el próximo verano, sí el siguiente puente, que tampoco queda tanto. A todo esto, si satisfacción es igual a expectativa menos realidad, me puedo dar por satisfecho, porque antes de las vacaciones solo me propuse un objetivo: no subir ningun stories a Instagram con la canción de Mikel Izal “en el paraíso”. Cuestión de expectativas.