Desde la emergencia del movimiento #MeToo en 2017 hasta el reciente caso Rubiales asistimos a un fenómeno global y de gran significación histórica. La socióloga francesa Irène Théry lo ha caracterizado como el surgimiento de una nueva civilidad sexual del consentimiento. Es indudable que esta rebelión modificará nuestra manera de entender y vivir todo lo que rodea al ámbito de la sexualidad más aún que otros fenómenos de nuestra historia reciente. Se trata de un movimiento que, por una parte, ha revelado un verdadero continente escondido de violencias sexuales sobre las mujeres y personas menores, pero que, por otro lado, es expresión de una nueva generación de mujeres que no aceptan el desprecio y la sumisión, que han crecido en un mundo que se decía igualitario y no lo era, que ya no consideran como una fatalidad esa larga tradición de asimetría en la manera de pensar y de vivir la sexualidad. Quienes protagonizaron aquellas rupturas sexuales eufóricas de los años 60 y 70 no supieron ver hasta qué punto había una violencia persistente en la relación sexual. Gracias a estos nuevos movimientos estamos siendo cada vez más conscientes de hasta qué punto está naturalizada la jerarquía entre los sexos y sobre qué desigualdad se basan nuestras relaciones.
Aunque no se haya hecho valer en todo su alcance social, y a pesar de que aún no hemos resuelto todas sus implicaciones legales, la cuestión del consentimiento de la relación sexual se ha convertido en principio central de nuestra sociedad. Pensemos en el hecho de que hasta hace muy poco no existía jurídicamente el concepto de violación conyugal. El consentimiento se ha puesto en el centro de la escena y por eso discutimos acerca de él, de su carácter explícito o implícito, y por eso se formula el principio de que hay un “no-consentimiento estatutario”, es decir, consentimientos imposibles no en función de la situación concreta sino por las propiedades de una de las personas que tendría que poder darlo (menor de edad, subordinada…).
Seguirá habiendo grandes debates en torno a cómo interpretar el silencio de las víctimas, dónde reside la carga de la prueba y como compatibilizar la presunción de inocencia con la persecución de los delitos, pero lo que aquí quiero subrayar es que no estamos solo ante un tema legal y penal, sino ante un asunto civilizatorio. Uno de los problemas del #MeToo es que hemos centrado el debate sobre la prohibición y el castigo, como si desconociéramos que hay todo un ámbito de lo deseable, que también ha ido cambiando con el tiempo. El concepto de civilidad recuerda que toda sociedad funciona, en sus ritos, leyes y costumbres, sobre la base de una distinción entre lo que está permitido y prohibido en matera de relación sexual. Se forma así un imaginario erótico colectivo de lo deseable y lo repulsivo que regula de manera implícita lo que hacemos. Vivimos en una época en la que hay una gran demanda de normas, pero no me refiero a las explicitadas en una ley sino a ese sentido común que va haciéndose valer en nuestros usos sociales.
No debemos reducir las normas a las prohibiciones, como hizo el psicoanálisis. Tenemos un problema cuando estas demandas de igualdad se expresan únicamente en términos de delito. Hemos de ser capaces de civilizar nuestras relaciones en este nuevo contexto sin recurrir a lo penal y sin caer en el puritanismo. Tenemos una gran dificultad a la hora de entender que el consentimiento sexual no es de la misma naturaleza que el de un contrato, sino más bien el resultado de un tipo peculiar de conversación. No se trata casi nunca de un consentimiento explícito; es el resultado de una conversación erótica en el que cada uno, cada una, avanza en un territorio incierto, esperando obtener una confirmación (y con el riesgo también de ser rechazado) a partir de las palabras, las miradas y los gestos.
El desafío civilizatorio en materia de relación entre los sexos es cómo desembarazarse de la herencia de un sistema normativo que instituye la complementariedad entre una sexualidad masculina de conquista y una sexualidad femenina pasiva. Se trataría de conseguir que el lenguaje de la seducción sea una verdadera conversación, una conversación erótica entre sujetos libres e iguales. El juego de la seducción es un bello juego cuyo objetivo es despertar el deseo asegurándose el consentimiento del otro.
Me atrevo a asegurar que este movimiento tendrá unas mayores implicaciones políticas que otros que se formulan con tal pretensión. De entrada, no parece una casualidad que todos los actores antidemocráticos sean machistas y condenen la libertad sexual. El otro factor que tendrá profundas implicaciones políticas es el del consentimiento. ¿Cómo será una sociedad que ha constituido al libre consentimiento como un valor central de las relaciones sexuales? ¿Qué implicaciones tendrá en otros asuntos sobre los cuales se configura la sociedad democrática?
Catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y titular de la cátedra Inteligencia Artificial y Democracia en el Instituto Europeo de Florencia