Algo tiene el último día de trabajo que me gustaría poder guardar en un frasquito para, en mitad de un febrero sombrío y helado, abrirlo y recordar. Será lo que bien describía el polifacético Eduardo Punset, quien venía a decir más o menos que la felicidad es la ausencia del miedo y que suele experimentarse más intensamente en la expectativa de lo bueno que va a llegar que en la propia vivencia de eso tan bueno. El último día de trabajo es el que abre la puerta a todo lo posible, el cuaderno en blanco que se llenará, apenas unas horas más tarde, con la comida para celebrar que por fin han llegado las vacaciones, con el plan familiar en la piscina, con el teatro con las amigas, con el fin de semana junto a esas personas que hace tiempo que no ves… Y lo bueno que tienen las expectativas es que en ellas no cabe ni un mal momento, no hay enfados, ni mal humor. Sólo acogen planes, a cada cual mejor, tejidos con la fluidez de los días cálidos y largos del verano, de las noches cuajadas de estrellas, con el olor del mar o del cereal del pueblo recién cosechado. Reivindico el romanticismo del último día de trabajo, reivindico el poder de las vacaciones, sean como sean, con viajes o sin ellos. Reivindico la fuerza de ese gesto de salir por la puerta sintiendo que, aunque sólo sea en ese momento, el mundo es nuestro, sólo nuestro. Reivindico el sentirnos poderosas, el tener el tiempo de nuestro lado, el reloj en nuestra mano. Reivindico el llenarnos los pulmones con el aire libre, el descubrir sitios nuevos o quedarnos en aquél que nos reencuentra con nosotras mismas, con ese yo que sigue siendo nuestro, aunque a veces se nos pierda durante el año. Y me llevaré a mis vacaciones una maleta grande y vacía, para llenarla de tí, de nosotras, de los momentos que construyen nuestra vida, de todos esos recuerdos que, algún día, cuando sea viejita, también serán mi felicidad.