En el verano de 1963, Martin Luther King pronunció su discurso más famoso: “Tengo un sueño”, en el que expresaba su deseo de vivir en una sociedad sin exclusiones por razón del color de la piel. Eran tiempos de un racismo social exacerbado en Estados Unidos al que el Nobel de la Paz desafió con este alegato. Y lo hizo ante miles de personas, transmitido por radio y televisión.

Tengo un sueño

Él no ha sido el único. Ante la terrible realidad del pueblo palestino, Daniel Baremboim, director de orquesta israelí, publicó un texto en 1999 con el mismo título, haciéndose eco de un anhelo similar al de King, referido en este caso a la injusticia contra el pueblo palestino “aprovechando los cincuenta y un años que nuestros pueblos entraron en guerra”. (Él ostenta la doble nacionalidad al haber aceptado la proposición del gobierno palestino de otorgarle la nacionalidad palestina).

Ante el recrudecimiento de la presión violenta israelí de este verano, con los enfrentamientos entre palestinos y colonos judíos que dejaron casi una veintena de fallecidos, las incursiones israelíes en el norte de Cisjordania y la operación militar en Yenín, con más muertos y heridos, la esperanza debe ocupar espacio por el valor ético que mantiene. Baremboim ha demostrado ser un hombre de paz, audaz, como lo fueron los judíos Simon Frankental o Amos Oz. Su sueño para Oriente Medio va en la misma dirección integradora e inclusiva de King, en este caso reclamando un tratado de paz justo para ambas partes; locura para algunos, sabiduría solidaria para muchos.

En mi sueño, escribe Baremboim, soy primer ministro de Israel. Mi batuta dirige una nueva y maravillosa sinfonía: el tratado sobre la convivencia confederativa, amistosa entre Israel y Palestina. Con esta obra creo lo que parece imposible de realizar: la igualdad de derechos de estos dos pueblos. El contenido de la obertura: Jerusalén se convierte en capital común. Este lugar santo debe, desde ahora mismo, ser patria por igual para cristianos, musulmanes y judíos.

Para el éxito del tratado que el músico propone, se tienen que dar tres condiciones: la primera, que ambas naciones se ven obligadas a trabajar juntas, cooperando en lo económico, pero también en lo cultural y en lo científico para desarrollar el principio de solidaridad. En segundo lugar, ambas deben tener derecho a la militarización vigilante con vistas a su tranquilidad. Ello implicaría –en el sueño de Baremboim– la separación entre el Estado y la Iglesia en Israel, tal y como ya se da en el mundo occidental, sin que ello implique prohibir o esconder el estudio de la religión. En tercer lugar, crearía un Ministerio de la Paz cuyo máximo responsable sería un juez, no un militar.

Su alegato parte de que “es hora de renunciar al control de un millón y medio de palestinos” (ahora son bastantes más). Tenemos el deber de pasar página. No solo por razones morales, sino también por el futuro del judaísmo para que el Estado de Israel no se convierta en un gueto. “Es esencial que mi pueblo entienda que no se trata de hacer un favor a los palestinos, sino de evolucionar, y que los judíos no tenemos otro modo de lograrlo”. Quienes se agotan en la guerra no tendrán fuerzas para un futuro de paz. Baremboim evoca en su sueño a Ben Gurion y Nasser, de cómo están impresionados con este sueño que ellos también se afanaron por lograr…

¿Se trata, en efecto, de un sueño?, se pregunta el brillante músico. Yo recomendaría a quienes leen estas líneas que se hagan con el texto completo (publicado al menos en el libro La música despierta el tiempo (D. Baremboim, Acantilado, 2023) y disfruten de la humanidad sabia de este hombre octogenario.

El texto no solo evoca una esperanza de justicia y paz. Finaliza recordando su bellísima iniciativa junto a su amigo palestino, el politólogo Edward Said: la puesta en marcha ese mismo año (1999) de una orquesta en la que jóvenes músicos libaneses, sirios, jordanos, judíos y palestinos tocan juntos, como si lo hubieran hecho siempre. “Intentamos desterrar la enemistad a través de la música” para que la cultura “asuma un protagonismo dinámico que permiten transformar las realidades externas al influir en la conciencia colectiva”. Una maravillosa iniciativa en busca del reconocimiento y la comprensión mutua del sufrimiento del otro.

La Orquesta West-Eastern Divan, que así la llamaron, logró interpretar música de cámara y orquestal hasta en Ramala, capital oficial de Palestina. Aquellos jóvenes, cuenta Baremboim, al coincidir en tocar juntos, aunque fuese una sola nota, no podrían en adelante mirarse el uno al otro del mismo modo que se miraban hasta entonces. Algo que va más allá de la tolerancia, que busca la aceptación como la actitud decisiva en la convivencia verdadera.

Es imposible que haya igualdad sin libertad, como lo es que haya fraternidad sin igualdad. Como dijo Said, “mi amigo Baremboim y yo hemos elegido este proyecto musical por razones humanitarias más que políticas”. Tenían el gran sueño de que ambos países podrían ejercer su derecho a existir y hacerlo desde la única manera posible: la aceptación mutua, que es lo que logró visualizar esta orquesta a través de sus viajes por varios países invitando a una nueva forma de pensar Oriente Medio.

Un sueño solidario que debería repetirse en muchos lugares. Ojalá que surja pronto algo similar en el entorno de Ucrania y Rusia, maestros en la música.