Hace tiempo aprendí que las personas elegantes nunca utilizan la palabra elegante. Quien es elegante no alardea nunca de serlo, no intenta demostrar su nivel de gracia o distinción, porque hacerlo supondría una prueba irrefutable de que no lo es. Paul Valéry atribuía la elegancia al “arte de pasar desapercibido combinado con el sutil cuidado de dejarse distinguir”. Escribió que elegancia es “libertad y economía traducida a los ojos; facilidad en las cosas difíciles; encontrar sin parecer haber buscado; llevar, sin parecer sentir el peso; saber, sin demostrar que se ha aprendido”. Hay algo sutil y sencillo en la elegancia. Hay algo de misterio también.

Hace tiempo aprendí también que la elegancia no tiene nada que ver con vestidos y trajes caros. Que la elegancia es más bien el arte de estar presente de manera consciente, teniéndote siempre en cuenta a ti mismo y a las y los demás, el arte de amoldarse a las circunstancias y a los entornos de la mejor manera posible. Saber dónde se está en cada momento y actuar en consecuencia. Eso es ser elegante. Actuar con elegancia requiere pues, ser consciente del sitio en el que estás y de con quién estás. Y requiere también saber escuchar, porque solo quien escucha sabe encontrar la palabra precisa para responder.

La palabra elegancia tiene su origen en la palabra latina eligere, elegir, escoger. Y la verdad es que tengo la sensación de que hemos elegido en los últimos tiempos el camino más basto y ordinario, menos elegante. Lo vemos en las campañas electorales, cada vez más ridículas e infantiles (solo nos falta ya votar en la playa y en bañador), anuncios cada vez con menos gusto (lo de la patata y el pepino de cierta compañía telefónica me parece infumable, lo siento), o en programas de televisión de tarde en los que se hablan e insultan en directo como si estuvieran en un chiringuito de verano con dos cañas de más. Aunque hay ciertas cosas que parecen irremediables, no nos vendría mal, al menos, intentar cubrir todo con un barniz de elegancia.