Los graves incidentes sucedidos en el campo de Mestalla, en la jornada 35 de la liga de fútbol de Primera División, el pasado 21 de mayo, ha puesto la cuestión del racismo en el centro de un debate siempre muy necesario. Los cánticos de una parte del público llamando “¡mono! ¡mono!” al jugador negro Vinicius desataron un carrusel de tanganas entre jugadores del Valencia y del Real Madrid. Los choques físicos y agresiones se sucedieron, mientras el brasileño Vinicius reclamaba protección ante el árbitro Ricardo de Burgos Bengoetxea.
No cabe calificar lo ocurrido como un episodio. Es mucho más. Es la expresión de los males de una parte de nuestra sociedad que destila odio al diferente y en particular a quienes no tienen la piel blanca. Es verdad que no hay país en el mundo limpio de racismo. Y en el caso del Estado español, el debate no es si España es racista o no lo es, sino si hay o no racismo y fascismo. Si hay una conexión entre racistas españoles y hechos históricos como la expulsión de árabes y judíos que hoy día todavía se relata como una gesta de la España cristiana y supremacista. Por lo demás, los comportamientos racistas se dan en todos los sectores y niveles de la sociedad. Claro que hay países donde el racismo se instala en instituciones y partidos políticos y es más difícil de erradicar. En realidad, cuando las autoridades de un país, pongamos la Hungría de hoy, practican el racismo y la xenofobia en sus leyes y políticas de gobierno tiene más sentido clasificar a un país, Hungría, como racista. El antídoto no es otro que asumir la libertad y la democracia.
Cuando el árbitro supo de los insultos al jugador brasileño Vinicius activó el protocolo para el caso de incidentes graves como los insultos racistas en un estadio de fútbol. Pero se quedó a medio camino. Debió haber parado el partido y decretar su suspensión definitiva. Y es que no se puede combatir el racismo en el fútbol con tarjetas amarillas y rojas como herramienta principal. Tampoco se puede erradicarlo rebajando sanciones a los clubes responsables como se acaba de hacer con el Valencia. Los cinco partidos de cierre de una grada como sanción inicial han quedado en dos partidos; y los 45.000 euros de multa en 27.000. El mensaje que se envía a los clubes es que el racismo es negociable. Hubo identificaciones de los racistas y el balance actualizado es de tres detenidos acusados por la jueza de haber cometido un delito de odio. Al parecer, además, la policía tiene identificados a otros tres o cuatro delincuentes que colgaron un muñeco, en posición de ahorcado, desde un puente cercano. El muñeco tenía un letrero con el nombre del futbolista Vinicius.
Los directivos del Valencia aseguran que los culpables son los ya detenidos y que los otros 46.000 espectadores nada tienen que ver. Pero es difícil confundir una voz con las de centenares o miles de voces. Por eso, la defensa imposible de que eran sólo tres los que gritaban ¡mono! ¡mono! es indefendible. No cuadra. El sonido ambiente no miente. Vale, no gritaba todo Mestalla, pero si gritaba mucho Mestalla. Hay que ser muy bestia e inhumano para gritarle al jugador ¡Vinicius muérete! Y lo gritó mucho Mestalla.
Tras los incidentes en el campo vino la batalla de los tuits. En uno de ellos, el presidente de la Liga Profesional, Javier Tebas, acusa a Vinicius de provocar y defiende que en España no hay racismo. Atención, lo dice quien fue militante con cargo orgánico de Fuerza Nueva, partido de ultraderecha fundado por Blas Piñar, expresamente vinculado a la violencia política. Cuando escribo este texto Javier Tebas ha rectificado. Alguien con buen criterio le ha hecho ver que peligra su puesto como jefe de la Liga Española de Fútbol. Tebas tiene un salario de 3,37 millones, al que hay que sumar el 4,8% de la facturación de La Liga. Mucho dinerito.
Pero no se queda atrás el número dos en las listas del PSOE a la Alcaldía de Valencia, Borja Sanjuan, quien hace en un twitter el malabarismo de convertir a la víctima en culpable por “provocar”. Se permite decir que jugadores como Vinicius sobran en el fútbol. O sea, el que recibe los insultos y humillación es el máximo responsable por su vehemente personalidad.
El caso es que en cuestión de horas y a toque de corneta, voces de la política y de los medios se lanzan a proclamar que España no es racista. Es verdad que 45 millones de habitantes no pueden ser racistas. Pero podemos decir que en España hay mucho racismo y difícilmente podrá ser combatido si se niega como problema colectivo. El empeño por “convencer” que España no es racista nos lleva a dulcificar la realidad y, en consecuencia, a no tener un diagnóstico acertado con medidas adecuadas. De hecho, en los últimos años se han dado varias denuncias, la última de Iñaki Williams, jugador del Athletic de Bilbao gravemente insultado en el campo del Real Club Deportivo Español. Precisamente, la valiente denuncia del jugador ha provocado que sea el primer caso abierto por la vía penal. La iniciativa de Williams y el posterior incidente de Mestalla han tenido la virtud de evitar que los organismos antiviolencia del fútbol español hagan lo de siempre: nada. Su respuesta ha sido siempre la misma, dejar pasar el tiempo y confiar en el olvido. Ahora puede que el escenario cambie de signo.
El negacionismo en este asunto es el contexto de una “manga ancha” que practican los clubes y las autoridades deportivas. Es el caso del Comité contra la Violencia, mirar para otro lado ha sido y es lo habitual. Las denuncias terminan en nada y la violencia sigue enfrentando a aficiones. Al mismo tiempo, los insultos a jugadores por razón de su piel proliferan y todo apunta a que el endurecimiento de sanciones será inevitable para evitar que cada jornada de fútbol se convierta en un campo de confrontación extrema. Lo cierto es que los incidentes derivados de comportamientos racistas en los campos de fútbol son innumerables. También son muchos los insultos machistas y xenófobos, ante los cuales poco se ha hecho, bien por falta de voluntad de los organismos designados para castigarlos, bien por falta de competencias de estos mismos órganos, bien porque los responsables de la Liga y de la Federación confían en que la velocidad en la que vivimos deje atrás, más pronto que tarde, a cada uno de los incidentes.
Ocurrió en las Olimpiadas de México, 1968. La imagen de los atletas Tommie Smith y John Carlos, medalla de oro y de plata en los 200 metros lisos, con el puño en alto y un guante negro como reivindicación, dio la vuelta al mundo. Era el saludo del poder negro, Black Power, que luchaba por los derechos civiles. Hoy, hay futbolistas, una minoría, que ponen rodilla en tierra ante de comenzar el partido. Son pocos, pero son levadura en la masa. El racismo y la discriminación racial son un ataque a la esencia de la dignidad de las personas porque intentan dividir la familia humana, a la cual pertenecemos todos los pueblos e individuos.
La historia ha demostrado repetidas veces que cuando se permite que la discriminación, el racismo y la intolerancia echen raíces en la sociedad, destruyen sus mismos fundamentos y la dejan dañada durante generaciones. Naciones Unidas propone unir nuestros esfuerzos, para combatir y erradicar todas las manifestaciones de racismo, xenofobia y formas conexas de intolerancia en todas las esferas de la vida y en todas las partes del mundo.
Politólogo especialista en Relaciones Internacionales y Cooperación al Desarrollo