Hay en nuestra sociedad una profunda falta de conocimiento, sensibilidad y aprecio hacia las condiciones de nuestra convivencia política, sus posibilidades y sus límites. Por eso es necesario recordar algunas cosas básicas para entender de qué va la cosa.
1. Saber sin expertos.
La política es una actividad que requiere conocimiento, pero es una actividad que corresponde a todos. Seríamos poco inteligentes si no prestáramos una especial atención a los expertos, pero vivimos en una democracia porque al final las disputas políticas no se resuelven en términos de conocimiento sino contando los votos.
2. Decidir sin certezas.
En la política se concentra una mayor imprevisibilidad, riesgo y desconocimiento que en los otros niveles de la decisión colectiva (en la administración, por ejemplo). El liderazgo tiene que ver con la capacidad de desenvolverse bien en ello. Y defender nuestras convicciones con una firmeza que sea siempre compatible con la conciencia de que no lo explican todo y el hecho de que las consideremos mejores que otras no las hace indiscutibles.
3. Poder sin soberanía.
El poder ilimitado e incompartible no es un procedimiento legítimo para gobernar sociedades complejas, pero es que tampoco resulta de mucha utilidad cuando se pretende cambios significativos y duraderos en las sociedades gobernadas. La presencia de bienes y males comunes hace que nuestros intereses estén entrelazados, que haya múltiples efectos de contagio, que sea imposible la protección o inmunidad singular (en materia sanitaria, climática, financiera, de seguridad...). El poder no es una atribución del soberano sino una capacidad compartida.
4. Representación sin presencia.
Vivir en democracias representativas significa que podemos considerar como nuestras (de algún modo) unas decisiones que no tomamos (directamente) nosotros. Esta inalcanzable presencia tiene dos consecuencias. En primer lugar, que no necesariamente son más democráticos los procedimientos de democracia directa (como primarias, consultas o referéndums), que son útiles para dirimir algunas cuestiones y no para otras, que deben permitir también otras formas políticas como la deliberación o la negociación. La otra consecuencia tiene que ver con nuestra inserción en ámbitos de gobernanza más amplios, como la UE o las instituciones globales. A medida que nos alejamos de la comunidad más cercana aumentan las dificultades de hacernos presentes en la decisión y por eso mismo se incrementa la necesidad de legitimación.
5. Apreciar sin afecto.
Hay quien interpreta la actual desafección política como una prueba de debilidad de la democracia, pero deberíamos considerarla una muestra de su asentamiento. Nuestra falta de afecto hacia el modo concreto como se realiza la política no es el preludio de los peores males sino una fase más de la consolidación de la democracia, cuando ya no es necesario el entusiasmo que la puso en marcha sino el aprecio sin afecto de una vigilancia crítica.
6. Identidad sin contraposición.
La política es un modo de articular los intereses en litigio, de representar lo común y de asignar las responsabilidades correspondientes. En un mundo abierto, donde se comparten tantos riesgos y oportunidades, hay más motivos que nunca para considerar que nuestra identidad y nuestros intereses no están tan delimitados ni son tan contrapuestos. Todos los avances democráticos han tenido lugar por haber descubierto que estábamos dejando fuera de nuestra comunidad de sujetos libres y con capacidad de decisión a las mujeres, a los migrantes o a las generaciones futuras. La identidad abierta que somos debe permitir incluso que intervengan en nuestros procesos de decisión quienes comparten nuestro espacio de afectación y de ahí han surgido instituciones como la UE o las instituciones globales.
7. Convivir sin consenso.
La convivencia puede resentirse tanto por la falta como por el exceso de acuerdo. Es una muestra de la inteligencia colectiva que los humanos hayamos aprendido a no confiar absolutamente en ninguna mayoría ocasional, que el poder es una prerrogativa limitada en el tiempo y que quienes disienten ahora pueden ser un remplazo alternativo en el caso probable de que nos decepcionen quienes representan la opinión mayoritaria.
8. Política sin moral.
La política debe respetar unos mínimos morales pero su lógica no coincide exactamente con la moral. No haber entendido esto es lo que explica el hecho de que el combate político esté tan hipermoralizado (con acusaciones que implican una descalificación moral del adversario cuando bastaría con la crítica política o autocualificaciones como moralmente superior cuando sería más apropiado tratar de hacerse valer como, simplemente, mejor). Exijamos a nuestros representantes que traten de convencernos de qué es lo conveniente, lo posible o lo mejor, y desconfiemos de quien abusa de los calificativos morales.
9. Emoción sin drama.
La política es una actividad que va acompañada de emociones pero que no necesita demasiada dramaturgia. El hecho de que la política se desarrolle en un espacio abierto a la visión del público es lo que explica que haya tanta dramatización. Forma parte de la educación cívica aprender a entenderlo así, no dejarse impresionar demasiado por la escenificación y saber que se trata de un juego, aunque sea muy serio.
10. Esperar sin motivo.
De la política dependen cosas en las que se juega el destino de las sociedades, por lo que tenemos buenas razones a esperar grandes cosas de ella pero forma parte de la madurez política saber que nunca nos proporcionará exactamente aquello que esperamos de ella (aunque solo sea por el hecho de que convivimos con quienes tienen expectativas muy diversas de las nuestras). Debemos tener esa mirada escéptica y esperanzada al mismo tiempo hacia la política que resulta de haber entendido que lo importante y limitada que es. l
Catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y titular de la cátedra Inteligencia Artificial y Democracia en el Instituto Europeo de Florencia. Acaba de publicar el libro ‘La libertad democrática’ (Galaxia-Gutenberg)