Eso de que a cualquier navarro viejo, profese la ideología que profese, le rascas un poco y te sale un carlista no deja de ser un lugar común, pero se parece bastante a la realidad. En mi caso, podría decir que soy carlista por parte de abuela materna. Se libran las otras tres cuartas partes de mi genoma, aunque eso no significa que no haya heredado otras lacras. Se debate estos días en los medios, con artículos a favor y en contra, sobre los méritos y deméritos de esta ideología, después de que el Parlamento Foral les reconociese su papel de “víctima política” por los sucesos de Montejurra 76, pero se negara a hacer lo propio con “la aportación del Partido Carlista a la lucha y concienciación antifranquista en Navarra”.
Yo soy de los que piensa que, a lo largo de toda su historia, los mejores hitos del carlismo, los más dignos de celebrar, los marca casi siempre cuando deja efectivamente de serlo. Ocurrió después de la última guerra de ese nombre, con el surgimiento primero del fuerismo y más tarde del nacionalismo vasco, y lo mismo en el último franquismo, cuando los hijos e hijas de tantos requetés ayudan a alumbrar el movimiento obrero navarro, al mismo tiempo que una de sus ramas pasa a constituir una de las columnas vertebrales del antifranquismo en estas tierras. Ese curioso periplo ideológico corre paralelo con su viaje a la marginalidad, tras la deserción de la mayoría de sus cuadros y militantes a proyectos que abarcan todo el actual arco parlamentario, desde la izquierda abertzale a la derecha foralista. Antes de eso, mucho Dios, mucha Patria y mucho Rey, además de mucho asesino. Puede sonar fuerte, pero tranquilos. De una forma u otra, por parte de abuela o de bisabuela, casi todos tenemos alguna razón para avergonzarnos de nuestros ancestros. Por dicha o por desdicha, el común de los habitantes de esta tierra no sabe ni de qué estamos hablando.