En otras ocasiones he comentado en estas páginas la falta de lógica que tiene pretender controlar una inflación provocada por el aumento de los costes de producción, en particular de las materias primas, elevando además el coste de la financiación. Pero eso es en lo que están empeñados los bancos centrales, en particular la Reserva Federal de Estados Unidos y con su tradicional seguidismo, el Banco de Inglaterra y el BCE.

Al subir las tasas de interés, pretenden influir en la demanda, esperando que esta se contraiga lo suficiente para que los productores acepten reducir sus precios, y vender si es necesario a pérdida, para deshacerse de sus stocks. Puede ser difícil de tragar, pero este es el argumento, todo el argumento, detrás de la decisión de elevar bruscamente las tasas de cero al 4,5% y todavía más, a tenor de cómo jalean organismos como la OCDE para que sigan subiendo los tipos centrales. Pensar que el impacto primero y más importante de la subida de tipos se produce sobre la demanda, ya es mucho suponer. Desatender al tremendo impacto recesivo que tiene aquí y ahora tal medida, es además una irresponsabilidad que tendría que tener un coste penal para los perpetradores. Porque cuando Ronald Reagan y sus mariachis neoliberales hicieron algo parecido a principios de los ochenta tenían un claro y noble objetivo: provocar una recesión para meter en cintura a los díscolos sindicatos que estaban exigiendo que los salarios no perdieran poder adquisitivo frente a la inflación que acompañaba a la recesión de los setenta.

Pero la recesión de los años diez y veinte del presente siglo, los trabajadores y sus organizaciones no tienen ya la fuerza suficiente para oponerse al diktat económico de los expertos y sus financiadores políticos y económicos. En este contexto, ¿merece realmente la pena provocar una recesión para intentar controlar un aumento de precios que no obedece a que la demanda esté sobrepasando a la oferta, sino a las decisiones políticas que han llevado a encarecer el suministro de materias primas e interrumpir las cadenas de suministros en varios puntos esenciales, en primer lugar en el suministro de fertilizantes y materias primas agrícolas y minerales rusos?

La cosa tiene aun más derivadas: una de las pocas consecuencias de la crisis financiera de 2008 en la regulación bancaria internacional fue reclamar que los bancos tuvieran suficientes activos líquidos para cubrir en periodos de crisis el 100% de las necesidades estimadas de efectivo durante un mes, en caso de producirse una fuga de depósitos. Se calculaba que los bancos europeos tenían una ratio medio del 165% sobre esas estimaciones mensuales, pero los bancos norteamericanos apenas garantizaban un 118% sabiendo además que las estimaciones, como las hacen funcionarios ansiosos por hacer carrera profesional en el mundo de las finanzas, tienden a ser muy poco exigentes para los bancos que tienen que guardar reservas sin ponerlas a producir, las que ven más como oportunidades perdidas de ganancias actuales que como seguros de amortización de impactos de crisis futuras.

El dilema bancario

Pues bien, el problema es que gran parte de esos activos líquidos –es decir que se pueden convertir rápidamente en dinero efectivo- los tienen los bancos en forma de títulos de deuda pública y bonos privados. Y una consecuencia poco meditada al parecer de la decisión de elevar los tipos de interés es que automáticamente se deprecia el valor de los activos emitidos antes de la subida, cuando los tipos eran más bajos y en consecuencia también la rentabilidad de bonos del tesoro y bonos privados: hace un año, cuando la tasa de referencia del BCE estaba en cero, los títulos de deuda a largo plazo rendían un 2,5% en España o un 1,1% en Alemania. Hoy la tasa del BCE está en el 3% y los títulos españoles dan una rentabilidad del 3,4% y los alemanes del 2,4%. Para vender los bonos adquiridos hace un año, hay que ofrecer un descuento equivalente a la diferencia de rentabilidad entre los de entonces y los de ahora.

Y como los bancos y las grandes corporaciones presionaron hace tiempo para que los activos se valoren al precio de mercado y no al precio de compra, el resultado es un agujero considerable en la cuenta de activos de los grandes tenedores de deuda, es decir de los bancos. Exactamente lo que le ocurrió al Silicon Valley Bank y al Signature Bank: pillados tratando de deshacerse de sus activos devaluados, y con la amenaza de degradación en la nota de las agencias calificadoras, faltó tiempo para que los clientes corrieran a sacar sus depósitos; es decir, devaluación de activos más fuga de pasivos igual a quiebra. El problema ha empezado con los bancos de tamaño mediano, pero en caso de continuar con la política de subida de tipos, parece inevitable que el problema termine afectando también a los peces gordos. Una cartera repleta de títulos de deuda devaluados no es la mejor garantía para mantener los equilibrios exigidos en las cuentas de los bancos. Y los requerimientos más laxos en materia de garantías de liquidez de las autoridades estadounidenses en comparación con las europeas, hace prever que los problemas seguirán llegando en primer lugar del otro lado del Atlántico.

El caso de Credit Suisse es algo diferente, porque su problema se dio específicamente en las fugas de pasivo. Todavía no se permite a los analistas oficiales señalar con suficiente rigor que al romper su tradicional estatuto de neutralidad y embarcarse en la política de sanciones a Rusia, Suiza tiró por la borda uno de sus activos intangibles más importantes: la convicción de que para los bancos suizos, y para el gobierno que los respalda, como para el emperador Vespasiano, pecunia non olet. Los clientes ricos de Asia y de Medio Oriente, que forman una parte importante del negocio de este banco, comenzaron a dudar de la seguridad de sus depósitos en Suiza y se aprestaron a tomar medidas. No creo que sea necesario decir cuáles.

Así que el dilema en el que se encuentran los banqueros centrales es para quitarles el sueño –si es que hay algo que pueda provocar insomnio en un alto funcionario de la banca, asunto aun poco estudiado–. Si sigue la guerra económica durante mucho tiempo, la posibilidad de que la política de subir las tasas de interés para contener la inflación tenga pocos resultados. Pero como es el único instrumento de política monetaria permitido en la farmacopea neoliberal (la alternativa de los controles directos del crédito si es algo que capaz de provocar pesadillas en los probos funcionarios del BCE) no tiene más remedio que tirar para arriba de las tasas, porque para controlar la inflación se les ha contratado. Pero cuanto más suban las tasas, aparentemente beneficiando la rentabilidad de sus banqueros, porque significa subirles el precio de su mercancía principal (el crédito), les van a perjudicar cada vez más, vía deterioro del valor de los activos más líquidos en su poder (títulos de deuda). Y como además provocarán una recesión por el excesivo encarecimiento del crédito, después tendrán problemas cuando los clientes acudan a sacar sus depósitos para pagar deudas o compras al contado. Al final, ciertamente la inflación acabará bajando. Como le baja la fiebre al que muere por consunción.

Profesor titular de Economía Política en EHU/UPV