En esta batalla que es mi vida estoy perdiendo posiciones. Resumiendo, actualmente soy más madre que persona y más persona que pareja. Porque yo antes tenía mi ratito por la noche para charlar tranquilamente con mi amante esposa de lo divino y de lo humano, de todo o de nada, de fruslerías, del futuro del planeta o del menú del día siguiente. A veces, ni siquiera hablábamos y nos dejábamos arrullar por el embrujo de Netflix. Pero era nuestro rato y sólo nuestro, intacto, prístino y siempre por estrenar. Un rato de conexión verbal, catódica o corporal, que esperábamos ansiosas después del torbellino diario. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, nuestras criaturas, malditas, han cogido la costumbre de retrasar la hora de encamarse. No sabemos cómo ha sido, nos ha pillado desprevenidas y con la guardia baja. Un día, sin comerlo ni beberlo, nos encontramos cenando con ellas, escuchando su discurso inagotable y, oh señor, leyéndoles un cuento para dormir que, inevitablemente, acabó por alejarnos, querida mía. ¿Cómo ha podido pasar? ¿Cómo hemos perdido este bastión que tanto nos costó cuando apenas eran unas bebés? Tiene pinta de ir para largo, además. Estamos abocadas a participar en charlas interminables sobre Dragones Al Rescate, sobre los logros en multideporte o lo injusto que es que no haya más diamantes en los legos de la ikas. O, a veces, sólo a veces, también encontramos en estos ratos la oportunidad de consolarles en esa pena que ocurrió o de hablar sobre aquello que pasó. Así que vamos a pensar en estos ratos como en esa gran inversión de futuro en el valor de la confianza. Pensemos, mientras nuestros dedos apenas se tocan en plan Capilla Sixtina, que estos ratos serán los que nos dejen la puerta abierta (o, al menos, entornada) para acompañar en aquello que les hará sufrir. Para que sepan que no están solas. Aunque nosotras, ahora, sí lo estemos un poco.
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