La palabra festival proviene del latín festivalis y significa “relativo a las fiestas”. Y fiesta es un término que puede irse por dos caminos: o bien hablamos de un acto social dedicado al ocio y al divertimento o bien nos referimos a una jornada en el que no se trabaja: “tal día es fiesta”. Por estos lares nos podemos enorgullecer de comunicarnos en el idioma que más sinónimos tiene para dicho concepto: farra, jarana, parranda, pachanga, joda, jolgorio, guateque, juerga, festejo, kermés, bulla, bullanga, bullería, sarao, jaleo, cachondeo, verbena, sandunga, francachela, teteo, carrete, rumba, party o pari… No es extraño, por lo tanto, que la idea de organizar festivales a tutiplén marque las agendas públicas en muchas comunidades del Estado. Nos encontramos con un fenómeno de crecimiento galopante: la festivilización de la cultura. Que va unido a otro: la turistificación. Los escépticos dirán que ambos palabros son peyorativos, que se usan para demonizar ciertas actuaciones públicas que van orientadas a generar, en principio, beneficios económicos para las comunidades en las que se despliegan. Pero para que esto ocurra se necesita planificar bien dichas actuaciones ponderando bien las inversiones que hay que realizar y los efectos sociales y culturales que pueden producir. Todos conocemos las repercusiones negativas que ha ocasionado el turismo en ciudades como Venecia o Barcelona. En el momento en que las industrias del turismo piensan solo en los turistas y no en los ciudadanos, vienen los problemas.

Con el festivalismo sucede algo similar: cuando en una ciudad las actuaciones públicas se orientan principalmente a programar a lo largo del año una serie de mediáticos eventos, como si la cultura fuera una mera parrilla televisiva, olvidándose de apoyar las bases del arte y de la cultura que conforman el tejido vivo de una ciudad, dicha comunidad se empobrece culturalmente.

Estos días tiene lugar el Umbra Light Festival. Con un presupuesto cercano al medio millón de euros para sufragar tres días de “fiesta”. Se dice pronto. Si comparamos esa cuantía con los presupuestos anuales, por ejemplo, del centro cultural Montehermoso, podríamos hablar de agravio comparativo. Las comparaciones son odiosas, dicen. Pero hay espacios destinados al arte y a la cultura en nuestra ciudad que funcionarían una década con ese presupuesto ofreciendo a la ciudadanía actividades todas las semanas y contando con la participación de artistas, agentes y colectivos culturales “kilómetro 0”. Y no durante tres días, sino durante todo el año.

Que el lema del Umbra Light de este año sea Empatía no deja de ser una paradoja. Porque aquí la empatía hacia el mundo de la cultura y del arte brilla por su ausencia. No podemos gastarnos en cuatro días medio millón de euros en unos fuegos artificiales de lujo en el contexto de precarización extrema en el que se encuentran nuestros olvidados sectores culturales.