“Nada hay, por inocente que sea, contra lo cual los hombres no atenten”
(Molière)
Como ocurría en tiempos de los emperadores romanos, los cargos tienen más peso que las personas que los ocupan, evidencia que explica los desatinos que se están perpetrando en política bajo ese escudo protector, reforzado por el pensamiento popular de una España que sigue identificando a la derecha con fideísmo y confesionalismo y a la izquierda con secularismo y laicismo, lo cual resulta anacrónico y deformante, al igual que la errónea creencia de identificar a la derecha con el realismo y a la izquierda con el utopismo. La actual anemia intelectual y ética de la clase gobernante deja ver cómo la pureza de los valores humanos, entendida como perfección subjetiva, se mueve confusa entre el narcisismo y la mística, entre lo angelical y lo luciferino, dando paso a una promiscuidad de principios que nos sumerge en un mundo de suciedad existencial, del que es preciso apartarse para buscar con clarividencia el camino de la dignificación humana.
La necedad impide a los políticos cambiar de opinión, ante un acomodo que genera temor a la incertidumbre, y esa inacción les responsabiliza del daño social. El liberalismo español sigue conservando el defecto del sectarismo. El PP echa tripa estancado en su viejo conservadurismo, como la echa el PSOE, olvidando sus valores y la irrepetible rosa, aturdido su presidente por el touche de distinción europea que le aporta el perfume de Estrasburgo, con el que se amolda irrestrictamente al acomodo burgués. La política en España presenta la insistencia como argumento y como resistencia, a falta de una juventud que nos venden y de la que carecen, imposibilitando poder hacer de ella una épica. No hay ideas, proyectos ni aventura social, lo que da lugar a la existencia de un partido como VOX, convertido en una caricatura envejecida del franquismo. El odio ideológico muta y reinventa argumentos de pretexto contra la Unión Europea que, pese a sus defectos, ha logrado que dejemos de matarnos tras tantos siglos de guerras. El nuevo paradigma geopolítico de la Unión Europea no logra consolidarse con firmeza de criterio general, ante el peso del populismo y el creciente protagonismo de la extrema derecha, que se infiltra en parlamentos y gobiernos. El escenario, en el que aumenta la probabilidad de recesión y las grietas de las tensiones financieras, se muestra extraordinariamente complejo. El antieuropeísmo, con sus formaciones nacionalistas, sueña con el aislamiento de los países y mantiene el sentimiento subyacente que esconde la ceguera de la superioridad. Hay un populismo que suscita la nostalgia de una identidad que degenera la razón y la degrada, al tiempo que la ultraderecha muestra la eterna brutalidad de la naturaleza humana, en un torpe enfrentamiento entre moral y política donde la desdicha y la sangre de los hombres pasan a ocupar un plano secundario. Hay nuevas y sutiles formas de barbarie que hemos de tener en cuenta. La barbarie no ha sido nunca provisional en la historia, donde el academicismo de la derecha ignora una miseria que el academicismo de la izquierda utiliza. La reconciliación entre lo universal y lo particular, que proponía Hegel, encuentra grandes trabas en la imparable globalización que va engullendo las libertades de lo particular.
El capitalismo ha llegado a un grado de paroxismo en el que la necesidad de consumo y producción ha alcanzado el camino de la autodestrucción y la catástrofe, dando paso al materialismo de una metafísica que aspira al capital como horizonte infinito. La carencia de valores está llevando al ser humano a dar prioridad al disfrute de los bienes de consumo, sin considerar que, desde el momento en el que dichos bienes se transforman en trampolín de felicidad, dejamos de estar ligados a la lucidez humana. La felicidad, como opinaba Kant, no es un ideal de la razón, sino de la imaginación.
La tecnología está configurando la crónica de una realidad cultural anodina y el retrato de masas adocenadas que abandonan las utopías difuminadas en su juventud perdida. Google, con su deslumbrante y cegadora luz, nos lleva por el laberinto donde se pierden las horas para vivir, en esta errónea compraventa del tiempo que va acarreando sombras sobre nuestras cabezas, sin espacio para la reflexión ni para la observación enriquecedora. La prensa abandona miles de hogares para posarse, con la levedad de un ave, sobre las barras de los bares, donde satisface básicamente el generalizado interés deportivo de los ciudadanos.
Acaba de pasar la Navidad con su blanca sábana del frío que pone en riesgo miles de vidas. La humanidad ha aceptado el costumbrismo del hambre, y es bueno recordar que hay en el mundo una infancia que trabaja, sin alcanzar la altura de los mostradores del consumo, hijos lamentables de la pobreza y la supervivencia, utilizados sin escrúpulo por el insaciable capitalismo que pone en evidencia el descuadre existente entre libertad y capacidad para ejercerla. La blanca Navidad está perdiendo la esencia de su belleza y su imagen ideal contrasta con una realidad en la que reina la excitación del consumo y el obsceno despilfarro de alimentos. Nuestras reuniones familiares debieran ser un balance para comprender nuestra vida y sentar las bases del futuro, sabiendo que cuando falta la calidez del seno familiar se incrementa la sensación de estar perdido. Son momentos para ser conscientes de que no precisamos la Nochebuena para constatar que el hambre, la miseria y la mortandad castigan a millones de seres en nuestro planeta sin que se nos quiebre nuestra superficialidad, que tiene en estas fechas un momentáneo desvío hacia la compasión, pronto olvidada, para volver con premura a la verbena de nuestra vida. Vivimos un hipercapitalismo en el que la competencia de las empresas entrega al sagrado altar de la productividad los sacrificios del civismo y la solidaridad humana. Estamos sucumbiendo al conformismo y volviendo miope la mirada amplia y humana que se requiere, en palabras de Theodor Adorno, para ponernos “en transición a la humanidad”. A diferencia del tiempo en el que el poder represivo generaba en los trabajadores protestas y resistencia, hoy, en los sistemas de gobierno neoliberales, la fuerza que emana del poder tiende a hacer del ser humano señor y esclavo de sí mismo, llevándole a autoinculparse, dentro de un individualismo que le aparta de problematizar la sociedad en la que se encuentra enjaulado.
El mundo camina hacia un modelo de panóptico digital en el que nuestros datos personales constituyen el alimento fundamental del big data, que ejerce una nueva tiranía de control y dominio sobre las sociedades, sometidas al delirio de un nuevo totalitarismo digital que convierte a los humanos en interfaces. Entregamos nuestra privacidad y nos desnudamos impúdicamente ante la comunicación, esa gran amante que nos exhibe en las redes sociales. Estas nuevas formas de dominio de masas nos dan una imagen fugitiva de una realidad que construimos sin quererlo reconocer, porque la única protesta empieza a ser contra uno mismo.
Los humanos somos las nuevas termitas de la cultura y el arte; se cuelgan en las redes las mayores cretineces, dando paso a una saturación malsana en una parte de la información que, en esta época tan básica, tergiversa hechos y palabras manipulando el pensamiento. Estamos sometidos a una hipnosis digital de imprevisibles y preocupantes consecuencias, que permite al sistema analizar numerosas facetas de nuestra vida, poniendo en jaque la libertad y el desamparo. Más importante que la tecnología es saber cómo humanizarla; de lo contrario la tecnología pasará de ser un servicio a mutar en alienante tiranía.
La lucidez nos muestra que una vida sencilla y modesta nos aproxima más a la belleza de la existencia, cuya búsqueda no precisa necesariamente de brillantez intelectual, pero sí de una limpia tenacidad y de un mínimo respeto por sí mismo.
Analista