El historiador Josu Txueka, tras las dos entregas de las vicisitudes de una familia, separada y perseguida por la victoria militar franquista, me preguntaba si la huida por monte a Iparralde de una madre con tres hijas, había sido gracias a la red Álava. Lo cuento y seré yo quien le pregunte a él. Porque el escultor Oteiza solía decir que en la sociedad vasca hay dos personajes representativos. Uno es el secretario municipal, el hombre que hace el país. El otro es el contrabandista, el que lo presenta al exterior.
Recordemos la historia. Familia nacionalista viviendo en Zarautz. El padre, director del Banco Guipuzcoano. Estalla la guerra. Es requerido en Bilbao y deja en Zarautz a su mujer con tres de los cinco hijos. Llegan los falangistas y cortan a el pelo al cero a mi ama, encarcelan en las Clarisas a mi amona con 27 mujeres abertzales de Zarautz. A los nueve meses les expulsan del pueblo, y les incautan todo lo que tenían en casa. Llegan a Iruña con lo puesto y la red del EAJ -PNV les ayuda a sobrevivir. Pero el terror impuesto por Mola hacía imposible la vida, y no sin debate y mucho miedo, deciden dejar Iruña en plena orgía de sangre y fuego del asesino Mola.
Pues bien, en aquellas circunstancias, con aquella frontera y en plena guerra llamada civil, funcionaban a tope los contrabandistas. Lo mismo pasaban un aviador que tabaco, aunque lo habitual no fuera una madre con tres hijas. Para hacer esto, el padre, desde San Juan de Luz había hablado con el Gobierno Vasco y con la red de pase de fronteras con quien había hecho las gestiones para que pasaran a su familia. Y no le salió gratis el empeño. Por cada una tenía que pagar 8.000 pesetas de la época. Una fortuna.
El caso es que, mi ama habló con José Luis Larunbe. Le pidió ayuda para poder salir de Pamplona. Funcionaban los controles y eso no se podía hacer si no se tenía un pase. Larunbe lo consiguió. Así llegaron a Elizondo rezando a todos los santos y en una escapada de cine. En coche y forradas con todo lo que tenían de ropa, ya que no podían llevar maleta alguna. Pasaron la noche allí. Era una posada de un nacionalista muy simpático que de noche escuchaba clandestinamente la radio. Les recibieron con mucho cariño. El cura de Elizondo les fue a visitar esa noche para rezar con ellas el rosario. A la mañana siguiente salieron con Manuel. Llevaban una hogaza y una tortilla de patatas para así poder pasar los controles y decirles a los guardias civiles que iban a un caserío a pasar el día con la familia. Mi amona tenía miedo. ¡Qué pintaba ella allí, iniciando aquella incierta aventura que podía además acabar fatal, en aquella noche oscura, de ruidos e incertidumbres! Se puso muy nerviosa.
Salieron de madrugada. El conductor traía un chico vestido de requeté a su lado. Así llegaron a Urdax y a una frontera llena de guardias, pero sin llegar a ellos, giró a la izquierda hacia un camino vecinal diciendo que iban de excursión. Un poco más allá, apareció una joven. El chófer les dijo: “Seguidle a ésta en silencio y de forma rápida porque hay que aprovechar que la guardia civil está comiendo para pasar la frontera”.
Anduvieron dos horas por monte, con toda la ropa y en un día de calor. Era el día de San Antonio, 13 de junio de 1937. De repente, el guía les dijo: “Correr, allí está la guardia civil”. Lo hicieron. Había un riachuelo. La madre se cayó. Siguieron. Se hizo daño en el brazo. Pero siguieron en esas condiciones y con los zapatos llenos de agua, pero armadas de valor porque les decían que faltaba poco. En eso apareció un chico. “Seguidme”. Era una cadena.
Mi ama, urbanita, señorita de ciudad, no estaba para esos trotes. “No puedo más. Yo no sigo. Esto es una locura. Nos van a coger”. “Sigue por favor, ya falta poco. Si nos cogen, lo pasaremos muy mal. No hagas esto”. Sacando fuerzas de flaqueza, continuaron extenuadas y asustadas. De repente apareció un chico de 14 años. Subieron por un descampado. El chico les preguntó si tenían miedo a los franceses, “porque ya estáis en Francia”. La madre se puso loca de contenta.
El chaval les llevó a un caserío cerca de Sara. No se encontraba mi aitona, responsable de las cuatro mujeres. Había estado el día señalado, pero sus mujeres llegaron con tres días de retraso. En coche, llegaron a San Juan de Luz. Su esposa, mi amona, tenía un hermano, Ramón, que tenía la casa llena de refugiados. No nadaban en la abundancia, pero les hicieron todo un recibimiento. El padre, mi aitona, tenía una hermana viviendo en una granja, muy cerca de Dax, en las Landas donde había de todo, vacas, cerdos, legumbres. Por lo menos tenían comida abundante. El padre paseaba al cerdo al que llamaban Braulio. De director de un banco a pasear un cerdo. La hija y hermana Arantza, inquieta, se fue a trabajar a un hotel. Pero tampoco era plan.
El caso es que el Gobierno Vasco en el exilio atendió a los miles de refugiados, pagándoles cinco francos. Era una labor ingente y sobre todo incierta porque era un gobierno sin jurisdicción y sin territorio, pero a pesar de ello, era un gobierno responsable que se ocupaba de los suyos. Por eso dejaron Burdeos y se instalaron en San Juan de Luz en un pequeño piso de la rué Tourasse. Sin embargo, el padre no estaba satisfecho con no hacer nada y se fue a Tarbes, con un grupo, a trabajar. Él concretamente en el Economato, con lo que no le faltaba comida, aunque bajo un frío extremo en pleno Pirineo. Siguiendo este acomodo familiar en aquellas circunstancias, su hija Arantza se fue a Ghetary a trabajar en un hotel y de allí al consulado en casa de la familia Sainz de Vicuña como doncella de la Srta. Coki. Arantza, maestra en Deba, mujer inquieta, tenía que salir adelante como fuera. El hermano pequeño, Iñaki, se marchó a Alger a conducir unos camiones cisterna llenos de vino, pero, cuál no sería su mala suerte, que pasó a territorio español, pensando en hacer la mili, y lo llevaron a un campo de concentración a Algeciras.
La pequeña, Begoña, con sus primos Antoni y Ramuntxo iban a esperar en el muelle a que su tío Ramón volviera del mar para, con un cesto de sardinas, repartirlo entre aquellos refugiados en peor condición, ya que el reparto económico de la Delegación del Gobierno Vasco no llegaba para todos. Un día llegó un sacerdote de Mutriku, D. José Antonio Usobiaga. Había estado en Bélgica y venía con la misión de llevar a los niños de los refugiados a ese país, ya que católicos belgas y flamencos estaban dispuestos a acoger a los niños vascos. Por esta razón la llevaron con otras tres chicas, hermanas del sacerdote. En París hicieron cambio de tren hasta Bruselas donde las alojaron hasta el día siguiente en un colegio de monjas hasta que vinieron a recogerles. A la pequeña Begoña le tocó la buena suerte de caerle en gracia a Hermán Frateur, canónigo de la catedral de Malinas, además de secretario de L’Oeuvre des Enfants Basques del cardenal Van Roey, que le llevó a un pueblo cerca de Malinas.
La cría chapurreaba el francés, el castellano, y sabía el euskera pero oncle Hermán era flamenco y le llevó a un pueblo de una familia numerosa de flamencos. Decían que la niña estaba muy delgada y como misión de aquella familia campesina flamenca su objetivo era que engordara. La cría era su orgullo y le llevaban a todas partes para animar a la gente a acoger a niños vascos. De esa forma pasó un tiempo con aquella estupenda familia yendo a la escuela y andando en bicicleta, cosa que todo el mundo hacía, hasta que un día oncle Hermán Frateur la llevó a su casa a Manilas para que fuera a un buen colegio.
No podía vivir mejor Begoña hasta que se barruntó una nueva tragedia. Hitler invadió Polonia y la Segunda Guerra Mundial comenzó. El canónigo cogió a la niña y la llevó a Donibane Lohizune (San Juan de Luz) cargada de ropa nueva y regalos comprometiéndose a costear su colegio de pago y el uniforme, colegio que funcionaba al lado del que había ido anteriormente de forma gratuita. Es de destacar que cuando volvió de Bélgica solo hablaba el flamenco. Así, a la pequeña, una organización católica se la llevó a Bélgica. En tiempos de guerra, los niños vascos habían salido por barco, el Habana, del Bilbao sitiado a Inglaterra, Rusia y Bélgica. Pero no solo fue en aquella oportunidad. También la ayuda siguió, caído Bilbao. Itziar, mi madre, recordaba con emoción cuando vio a su pequeña hermana marcharse en el tren rumbo a lo desconocido. Y es que todo habían sido separaciones, amarguras y dificultades, aunque en aquel caso se pensaba que era lo mejor para la niña. De manera casual averiguaron en lo que entonces trabajaba su padre tras lo del economato. Juntamente con otros dirigentes nacionalistas, directores, empresarios y demás: limpiaban el carbón que caía a las vías del tren. No tenían edad para otra cosa, en Francia no había trabajo, se incubaba la guerra mundial, y había que trabajar en lo que salía. Cuando se enteraron, le fueron a buscar y lo trajeron a casa.
Pero pasaba el tiempo y aquello parecía no tener salida. Llevaban tres años en situación de precariedad, con el otro hermano, Joseba, en el frente republicano de Lleida (Lérida), otro casi desaparecido, la pequeña en Bélgica, otra en un consulado y madre e hija cosiendo hasta que Itziar dijo a sus padres que había que intentar volver. “Peor no vamos a estar”, les comentó. A su padre le habían puesto la astronómica multa de ciento cincuenta mil pesetas de la época. A su hermano, trescientas mil. Aquello era impagable. Sin embargo, alquiló una casa en la calle Guetaria de San Sebastián. Se acordó de los muebles de Zarautz. Fue al juzgado. Le dieron permiso para recogerlos, pero los habían sacado de la casa y llevado al lugar donde, cuando llegaban los aldeanos de los caseríos con legumbres, metían allí a sus burros. Era una cuadra.
La gente la miraba como a un bicho raro. Era el Zarautz duro de la posguerra. El Zarautz atemorizado por el régimen. Y allí aparecía la hija del director del banco, con el pelo ya largo y resuelta a rehacer su vida. Alquiló un camión para los muebles. Ella lo hizo en el tren. Pudo de esta manera organizar la casa.
Pasado el tiempo, lograron que el padre no pagara completa la multa, pero en el Banco Guipuzcoano no le admitieron. Se trataba de un nacionalista y era peligroso aceptar una persona represaliada. El Banco Guipuzcoano no estuvo a la altura. Alguien debería estudiar el comportamiento de los bancos vascos y de cómo se quedaron con todas las cuentas y depósitos de los nacionalistas represaliados. Fue un robo no resarcido. Ojalá Gogora cree una beca para estudiar este tema no tocado, y que esos bancos paguen por lo menos esa investigación. Hay miles de historias como estas, que se deben conocer pues esto ha pasado en este país llamado Euzkadi.
* Diputado y Senador de EAJ-PNV (1985-2015)