Nos quejamos de que los procesos electorales ocupan demasiado espacio: si no son elecciones generales son autonómicas –propias o cercanas–, las municipales y el inevitable previo mediático que supone el antes y el después en cada elección. Pero en Estados Unidos es aún peor, ya que allí están en permanente campaña electoral con el plus de las elecciones generales de medio mandato o mid-term election que se votan cada dos años en noviembre, en el punto medio de cada legislatura para hacer examen de la gestión presidencial. Además, se aprovecha este evento electoral para elegir gobernadores en algunos Estados –no en todos– por un mandato de cuatro años o de dos años, depende de las normas de cada Estado.

Lección estadounidense

La saturación de las campañas electorales no favorece a la endémica abstención, cuya participación se reduce a casi la mitad de la población con derecho a voto, tendencia que suele empeorar en estas elecciones de medio mandato que acaban de celebrarse. Cuando los ciudadanos no acuden a votar es porque no esperan mucho de la política, no creen en los políticos y entienden que acudir a las urnas no cambia nada. En Estados Unidos, 38,5 millones de personas (el 11,6% de la población en 2021) están en riesgo de exclusión social. Tampoco hay que desdeñar el impacto negativo del gasto electoral desmesurado y prolongado de los partidos ni su financiación por grandes grupos de poder, así como las cada vez más frecuentes mentiras orquestadas, como son la acusación de tramposa a la victoria de Joe Biden, o el asalto al Capitolio, sin aparentes consecuencias penales.

En el caso de estas elecciones generales de medio mandato, la abstención ha sido mucho menor. ¿Por qué? Sin duda, porque muchos abstencionistas crónicos entendieron, esta vez, que la sombra de Donald Trump y lo que los suyos representan era demasiado peligrosa si se hace realidad. Y se han movilizado convirtiendo el examen en un castigo para la oposición republicana. El resultado de mantener el control del Senado es un gran triunfo político para Joe Biden que cambia muchas cosas por las consecuencias prácticas inmediatas en la ratificación de nombramientos o en el proceso legislativo. Sobre todo, hay tres consecuencias significativas: el partido demócrata podrá parar allí las iniciativas legislativas republicanas que se aprueben en la Cámara sin el desgaste del veto presidencial; podrán poner en marcha en el Senado sus propias investigaciones, que contrarresten el efecto de las de los republicanos en la Cámara Baja; y ratificar los nombramientos judiciales del presidente Biden. Sin olvidarnos del daño sufrido por Trump en su futuro político, cuestionado incluso en sus propias filas.

La movilización ha sido fundamental para el control del Senado. O lo que es lo mismo, no participar por indiferencia o pereza política, tiene consecuencias. Cuántas veces habría que hacerse la pregunta: “Si yo hubiera cumplido con mi voto, ¿habría ocurrido lo que pasó?” Recordemos las elecciones al Parlamento Vasco de mayo de 2001, cuando la población se movilizó llegando la participación electoral al 79%. Recuerdo esto porque existe una justificación sociológica y política que tiene rango de doctrina legal: el derecho cívico a no elegir. Una veintena de países mantienen el voto obligatorio (Bélgica, Luxemburgo, Australia…) e incluso algunos lo consideran facultativo para adolescentes y mayores en edad provecta.

Si el pago de impuestos es un deber que ejercitamos para mantener el derecho de las prestaciones públicas básicas, ¿por qué el derecho a votar no puede ser, a la vez, un deber? Si le damos una vuelta de tuerca, vemos lo incongruente que resulta una abstención del 40% sin que tenga reflejo en los escaños, es decir, que no sean ocupados proporcionalmente a la abstención de quienes no quisieron estar representados. El voto en blanco sería la manera más democrática, en mi opinión, de manifestar el desacuerdo con las opciones políticas presentadas o contra el sistema político en su conjunto, en lugar de no votar.

¿Restricción de la libertad del individuo? ¿La abstención como un mal en sí mismo? Creo que el descenso crónico en la participación electoral, da para considerar la posibilidad del voto obligatorio como la contribución individual al mantenimiento del sistema democrático de calidad que puede entenderse perfectamente válido por su capacidad de resistencia frente a la acción de los poderes fácticos que viven mejor cuando las democracias en las que se mueven son lo menos representativas posible.

Esta es la lección que me provoca las últimas elecciones estadounidenses, con el resultado en el Senado yanky y el efecto Trump que ha llegado a la Comunidad de Madrid, tan cerca.

* Analista