Al glosar una de las pastorales sociales del obispo Pildain, Arizmendiarrieta subrayó la idea de que “un pueblo que ha perdido el sentido moral y la conciencia no puede combatir sus males ni aliviarse de los mismos si no es con el abuso de la fuerza, que a su vez degrada y bestializa más al hombre”. Los estudios FOESSA (2014, 2019) no dejan de incorporar importantes reflexiones en parecido sentido. Sus autores examinan nuestra sociología moral e identifican seis círculos viciosos que, ligados a la economía del bienestar, podrían provocar la aparición de procesos inquietantes.

Transformar las personas para transformar la sociedad

Básicamente, los seis círculos representarían un estado moral caracterizado por la desconfianza y una deficiente integración socioeconómica, a la que se añadirían la desigualdad, el desamparo social y la desafección política. El cuadro dibuja un panorama en el que, ante el avance del individualismo, la comunidad buscaría refugiarse en el Estado. Sin duda alguna, todas ellas son tendencias críticas que ponen en riesgo la cohesión social y provisión de un bien común. Para hacer frente a tales circunstancias, los autores pretenden conectar con un experimentalismo democrático que sea capaz de crear utopías reales.

Muchos de esos graves desequilibrios, que se originan en la economía, han afectado también a la cultura y la política de nuestras sociedades. Por eso, no sería inconveniente preguntarnos si damos por perdida la batalla en favor de una economía que opere al servicio del bien de las personas y sus comunidades, que se encuentre arraigada en el medio en el que estas desarrollan su vida y que contribuya a su progreso. Arizmendiarrieta abogaría, sin duda, por llevar a la acción esta idea de experimentación democrática que se propone, de tal manera que se puedan reconstruir las estructuras morales y materiales dañadas.

Vivimos un tiempo de grandes preguntas, de reflexiones en profundidad, incluso de las que suscitan replanteamientos radicales. Pero, las preguntas útiles son las que surgen a partir de la interacción real entre personas que se desenvuelven en espacios y tiempos concretos y localmente compartidos, que buscan orientaciones o respuestas que les permitan afrontar las necesidades y experiencias también reales que viven. Tratándose de reconstruir, lo deberíamos hacer sobre lo mejor de lo precedente. Las personas y las sociedades no se improvisan; somos la única especie en la que cada generación puede retener y filtrar para su provecho el conocimiento y el saber de las anteriores. En el aniversario del fallecimiento de Arizmendiarrieta, no somos pocos los que proclamamos que el testimonio humanista de su generación sigue siendo fértil.

2. Construir sociedad es abrir caminos.

Porque el objetivo ha de realizarse en cada paso que se avanza por el camino. La propia idea de desarrollo humano remite a un itinerario en el que la persona busca promover su dignidad en cada momento, sin postergarlo todo al resultado prometido para un futuro lejano. El desarrollo humano no puede esperar, se trata de desplegar sus contenidos sin dilación, en la tensión cotidiana por una vida mejor aquí y ahora. En esa línea se inscribe la convocatoria de Arizmendiarrieta a multiplicar las experiencias democráticas, guiadas por el principio “gizabideak ugaritu”.

Los que albergan mayor esperanza en las posibilidades del ser humano, los que tienen una idea positiva de la persona son los que harán progresar a la humanidad. La fuerza social más poderosa constituye el acervo de ideas y convicciones de las personas. La persona es el sujeto, un ser cuya principal fortaleza es su propia conciencia, que le induce a obligarse con las comunidades (de trabajo, de vecindad) de las que forma parte. Arizmendiarrieta creía que para llevar a cabo la transformación social es imprescindible transformar a las propias personas, apartándolas de la influencia de las corrientes que buscan encumbrar al individuo “como templo de todas las atenciones y derechos”.

El cambio debería iniciarse desde la asunción por cada persona de la libertad y responsabilidad que le corresponden en ese proceso de transformación que, pese a que comienza por su propio progreso personal, busca un desarrollo comunitario. Sin duda, el sentido humano prepara a las personas para maximizar sus propias posibilidades de promoción. Pero, la persona solo completa su condición de sujeto libre cuando es capaz de asumir compromisos y, en colaboración con sus compatriotas, contribuir a la comunidad. Por supuesto, no podemos juzgar igual a las personas que buscan dar cumplimiento a sus deberes sociales que a las que se remiten a buscar la satisfacción de sus apetencias. El sentido principal de la expresión Gizabidea remite a una concepción moral centrada en la persona (y la comunidad, unión de personas) como sujeto que abre camino a su propia promoción humana.

Ese factor moral que compromete está ligado a la pertenencia, que se vive de una forma característica y singular por cada persona y cada comunidad. Simone Weil diría que el alma humana necesita echar raíces y que lleva a la participación natural en las comunidades a las que la persona está solidariamente vinculada. Esa pertenencia asegura a la persona una existencia bajo la protección de las provisiones comunitarias, enderezadas hacia las necesidades de seguridad moral y física, y bienestar material. Somos personas singulares que se inscriben en una comunidad que es específica, puesto que se sitúa en el lugar concreto y ha de insertarse en la continuidad histórica que busca para sí. En este marco, los relatos de identidad y pertenencia cumplen un papel fundamental. Arizmendiarrieta no dejó nunca de apelar al espíritu idiosincrático vasco que consideraba afianzado a lo largo de los siglos, y que era el principio activo de la acción cooperativa que buscaba.

De las experiencias que puso en marcha, sabemos que los resultados que se obtienen de una acción comunitaria (en el trabajo asociado, en la cooperación vecinal) no se quedan en lo que se obtendría de la suma aritmética de los esfuerzos de los individuos. En realidad, el factor común ejerce de multiplicador. Pero, no habría de hablarse de acción colectiva. Para Arizmendiarrieta, “colectivismo y comunitarismo no son sinónimos”. Lo colectivo, la masa, desdibuja a la persona. Por el contrario, en la acción cooperativa común es posible distinguir a cada uno de los participantes en función del sentido de la responsabilidad que asumen. De esta manera, con las experimentaciones democráticas que realizó, el colectivo Arizmendiarrieta logró algo que se reconoce como tremendamente difícil: integrar la transformación individual con la promoción colectiva en una única causa.

* Miembro del Consejo Rector Fundación Arizmendiarrieta