A otros toca hacer valoraciones cinematográficas sobre lo que se ha proyectado esta edición del Festival de Cine de San Sebastián. Yo sólo puedo hablar de lo que he visto y desde mi condición de espectador medio.

Berpiztu

Asistí a la proyección del documental Kepa Junkera. Berpiztu, dirigido por Fermin Aio y presentado en el marco de la Gala EITB. No conozco en profundidad la obra de Junkera, no más que cualquier otra persona medianamente interesada por la cultura vasca, y ahora lamento no haber estado más atento cuando pude y no haber aprovechado mejor, por ejemplo, sus directos. Este comentario tiene que ver con alguna de las sensaciones que el documental te deja, la de vivir el momento y hacer ya lo que tengamos o queramos hacer, porque la vida es más corta que nuestros sueños y por el camino cualquier cosa se nos puede cruzar que altere nuestros planes de dejar lo importante para ese mañana que damos insensatamente por seguro.

El trabajo de Aio nos cuenta la trayectoria artística y personal de Kepa y nos acerca a la genialidad de un artista tan complejo, exigente y osado como cercano y querido, de una persona sobre todo apasionada y creativa que se metió en nuestras vidas y cuyos ecos forman parte de nuestras biografías. Para ello el director se vale tanto de un ingente trabajo de archivo como de entrevistas a amigos, familiares y compañeros donde comprobamos una de las virtudes más características de Aio y que ya habíamos conocido en algunos de sus trabajos anteriores: su capacidad para dejar que el testigo se entregue al espectador dándose con aparente facilidad, como si lo natural saliera solo, con discreción, con complicidad, siempre con respeto, con detalles menores pero significativos que muestran una verdad profunda que se transmite con palabras, gestos, miradas y, en ocasiones, silencios.

Cualquier intento de contar la historia de un hombre cuya vida, en plena madurez artística y humana, se ve cercenada por el ictus y debe empezar de cero a aprender a hablar o a caminar o a tratar a sus seres queridos, corre al menos dos peligros difícilmente evitables. Por un lado el riesgo de la épica en falsete del hombre que resurge de sus cenizas. Por el otro el toque almibarado de los lamentos por lo que se nos fue. Fermín Aio tiene el oficio y la sabiduría suficientes como para evitarnos ambos tragos y confrontarnos directamente y de la forma más respetuosa con la verdad de unos ojos y unas manos que nos hablan de algo más sutil y más matizado. Aio logra el equilibrio entre la emoción profunda y la apuesta por vivir plenamente. El documental es duro y alegre al tiempo, brutal pero luminoso.

El documental tiene una fotografía precisa, unos encuadres medidos, unos colores llenos de una luz que surge en contraste con el azul de los ojos de Kepa y una gestión del tiempo que te lleva en volandas por 50 años de una historia personal y colectiva. Sigue un ritmo que viene marcado por la música de Junkera al que el lenguaje audiovisual se sabe adaptar, donde a veces uno fantasea con que cada testigo participante en el documental funciona como un instrumento, como una voz, y que todos en conjunto componen una obra coral que sale compleja y al tiempo armoniosa, pero sobre todo poderosa, de la mente y de las manos de Junkera.

La obra de Junkera es siempre y progresivamente hecha con otros, multiplicando, con aprendizajes cruzados y productos que se hacen más puros cuanto más mestizos. El documental de Aio se construye en ese sentido como una obra de Junkera: tan personal como colectiva.

La película opta al Premio del Cine Vasco. Para cuando usted lea esto ya se conocerá el palmarés. No conozco el resto de trabajos de modo que no puedo decir si merece o no premio. Lo que sí puedo afirmar es que se ha ganado el reconocimiento de mi cariño y mi admiración. Y seguro que se ganará también el premio de su corazón si usted se hace a sí mismo el regalo de acudir a las salas de cine a ver este pedazo de lección de vida, de arte y de país.