George Steiner y Freeman Dyson fallecieron en 2020 y Temuri Akhobadze unos años antes, en 2014. Fueron tres personas a quienes presté y presto atención, y de quienes traté y trato de aprender. Aprender es ese oficio continuo, inabarcable e imperecedero, fallido con excesiva frecuencia, con el que podemos a veces saciar o aumentar nuestra curiosidad; a veces contribuye, también, a mantener la ilusión por las personas y por las cosas. E incluso permite, en ocasiones, seguir creyendo que la realidad podría ser de otra manera: de una mejor manera, precisamente.

Maestros que se van

Steiner fue considerado un sabio de múltiples saberes, polímata y erudito. Tenía sin duda un buen instinto para las ideas impulsoras de nuestro tiempo. Se le atribuye haber reformulado el papel del crítico al haber explorado el arte y el pensamiento sin límites nacionales o disciplinas académicas. Abogó por la generalización sobre la especialización e insistió en que la noción de estar alfabetizado debe abarcar el conocimiento de las artes y las ciencias.

En The Poetry of Thought (La poesía del pensamiento) Steiner presenta un examen de más de dos milenios de cultura occidental en el que reafirma la unidad esencial del gran pensamiento formulado con gran estilo. Abarca toda la historia de la Filosofía, entrelazada con la Literatura, transmitiendo la idea motriz de que en toda filosofía hay una prosa literaria oculta. Este libro me ayudó a entender que el pensamiento abstracto, que me había cautivado desde la adolescencia, ha de materializarse como inteligencia emocional, la vieja idea de Xabier Zubiri (inteligencia sentiente) que hoy ha adquirido popularidad en el mundo anglosajón.

El otro libro que me interesó de Steiner es Lessons of the Masters (Lecciones de los maestros), una obra sobre aprendices y artesanos, y sobre la intensidad de las relaciones entre maestros y discípulos. En estos tiempos en los que parece no haber alternativas a la racionalidad instrumental del consultor, Steiner plantea magistralmente una reflexión sostenida sobre la interacción infinitamente compleja y sutil del poder, la confianza y las pasiones en los tipos más profundos de pedagogía.

Los pasajes acerca de Sócrates y Jesucristo, dos personajes fundamentales en el desarrollo de la cultura occidental, muestran lo que Steiner interpreta como los comienzos del vocabulario interno de gran parte de nuestro idioma moral y filosófico. En ese idioma está también el poder del maestro para explotar la dependencia y vulnerabilidad de su alumno; la amenaza complementaria de subversión y traición del mentor por parte de su alumno; y el intercambio recíproco de confianza y amor, de aprendizaje e instrucción entre maestro y discípulo.

De Freeman Dyson, el gran físico y matemático, me atrajeron dos cosas: su instinto heterodoxo, inconformista y rebelde, y su capacidad para entender que la ciencia y la filosofía se benefician mutuamente si mantienen un diálogo cercano. En el primer capítulo de su libro The Scientist as Rebel (El científico rebelde) Dyson escribe que el elemento común de la visión científica “es la rebelión contra las restricciones impuestas por la cultura local”, y que los científicos “deben ser artistas y rebeldes, obedeciendo sus instintos propios más que demandas sociales o principios filosóficos”.

Contrariamente a este concepto liberal, incluso libertario, de mentalidad científica abierta, ha habido una creciente presión sobre los científicos para respaldar lo que hoy en día se llama el “consenso científico”, en numerosos temas polémicos.

Los científicos disidentes frecuentemente se enfrentan al ostracismo y la denuncia cuando se atreven a ir a contra corriente. Los científicos rebeldes como Dyson, poco amigos de los “consensos”, siempre han tenido que enfrentar condena y resentimiento. La ciencia, de la mano del neoliberalismo, se ha hecho más autoritaria. Los estudiantes y jóvenes científicos deben, heroicamente, desarrollar independencia intelectual y autonomía en un mundo burocrático de poder institucional del que es difícil escapar.

Dyson se ha calificado a sí mismo como “hereje del calentamiento global”, el “dogma”, dice, más notorio de la ciencia moderna. La ansiedad por el calentamiento global le parecía extremadamente exagerada y expresó abiertamente sus dudas sobre la validez de los modelos climáticos. Estos modelos, argumentaba, “hacen un trabajo muy pobre al describir las nubes, el polvo, la química y la biología de los campos, las granjas y los bosques; no describen bien el mundo real en el que vivimos”.

Freeman Dyson fue un hombre feliz de pertenecer a una pequeña minoría de científicos que se atreven a expresar abiertamente sus dudas respecto a los consensos existentes. Afirmaba que los modelos climáticos se ajustan a los datos observados, pero que no hay razón para creer que los mismos factores del modelo pudieran ofrecer el comportamiento correcto en un mundo con una química diferente, por ejemplo en un mundo con un aumento de CO2 en la atmósfera.

Lo importante de mantener esta postura es no solo que se hace gala de una gran valentía intelectual, sino que se intenta hacer prevalecer la idea de que, en la lógica del descubrimiento científico, es esencial poder preservar posibilidades de refutación de las teorías que son mayoritariamente aceptadas en cada momento.

Como sabía y nos explicó Karl Popper, la lógica de la ciencia es una sucesión de conjeturas y refutaciones, y sin la opción de la “falsabilidad” no hay propiamente conocimiento científico, una postura impecable y no objetable desde el punto de vista procedimental.

En su atalaya de crítico rebelde, Dyson no creía que hubiera habido un cambio reciente de ideas progresivas a ansiedades distópicas acompañando el relativo declive de Occidente y la conciencia creciente de un final no lejano para el planeta. Lúcidamente, Dyson nos recuerda que los mejores escritores siempre han sido distópicos.

“En la década de 1890 tuvimos la Máquina del Tiempo de Wells y la Isla del Doctor Moreau. En la década de 1930, el mundo feliz de Huxley. Nada de lo que se ha escrito recientemente es más triste que Wells y Huxley. Y a pesar de eso, siempre ha habido optimistas como yo y Amory Lovins. Recomiendo a Amory Lovins como un antídoto para la oscuridad y la fatalidad”.

Temuri Akhobadze fue mi profesor de piano en Nueva York desde 1994 hasta su fallecimiento en 2014. Georgiano de Tbilisi, había vivido desde niño en Moscú y, con la perestroika, se vino a vivir a Nueva York. Se educó en el Conservatorio de Moscú con Yakob Milstein, heredero de la tradición pianística lisztiana en Rusia que iniciara Alexander Siloti.

Antes de emigrar a Estados Unidos, Temuri había realizado más de 400 recitales en solitario y dirigido clases magistrales en los principales conservatorios de la antigua Unión Soviética, Yugoslavia, Francia y Austria. También se convirtió en profesor de piano en el Conservatorio Estatal de Tbilisi y grabó para el sello Melodiya.

En Estados Unidos continuó dando recitales y formó parte, como jurado, de varios concursos de piano prestigiosos. En abril de 2000, Temuri regresó a Tbilisi para recibir la Orden de Honor de manos del presidente georgiano Eduard Shevernadze. En 2009 fue invitado a tocar en la ceremonia de toma de posesión del presidente Barack Obama.

Temuri era alguien entrañable, con una risa contagiosa. “El piano se toca con el corazón”, decía. El impacto de su muerte repentina, en Diciembre de 2014, fue devastador. Un año y medio después, en Junio de 2016, falleció mi padre, un hombre bueno y la persona que había tenido la feliz idea de enviarme a clases de música cuando era yo un niño. l

* Doctor por la New School for Social Research de Nueva York y por la Universidad Autónoma de Madrid.

Foto: Freeman Dyson en 2007, por Monroem / CC BY-SA.