na amiga se acaba de ir una semana sola a una ciudad alemana en la que trabajó por primera vez cuando terminó la carrera. Tras un periplo laboral más o menos afortunado, se montó aquí su propio estudio del que vive y que, además, le reporta muchas satisfacciones y algunos sinsabores, como a toda autónoma que se precie. Mi amiga tiene dos hijas, de diez y cinco años, con su pareja quien, hace un tiempo, decidió dejar su trabajo para ocuparse de la casa y de las peques. Pareja varón, por si hay dudas con mi costumbre de hablar de personas, palabra femenina que suele generar mucha controversia. Me dan mucha envidia. No conozco a muchas parejas como ellas. Sin embargo, sí conozco a muchas en las que ella dejó su trabajo o su negocio cuando tuvo hijas, porque su profesión no era estable ni reportaba tantos beneficios económicos a la familia como la de él. Mi caso personal, mismamente. Leía el otro día un artículo sobre las generaciones de jóvenes. La mía fue la generación X, aquella en la que las mujeres vivimos el despertar de la emancipación laboral, todavía ancladas a las tradiciones que nos ataban a la casa y a la familia. Un poco timo, vaya. Muchos de mis comportamientos actuales los achaco a esa paradoja. Yo fui criada de una manera, mis padres me abrieron la puerta laboral que yo escogí pero, al mismo tiempo, los mensajes que recibía eran del todo contradictorios. Surfeaba entre el destierro laboral que te esperaba tras la posibilidad de ser madre y, al mismo tiempo, escuché muchas veces que se me iba a pasar el arroz. Así que todavía me siento a menudo como una malabarista. Siento que siempre soy yo la que debe encajar las piezas del puzzle de una vida predeterminada. Me pregunto cuándo seré la primera de la lista. Me reprocho, en realidad, cuándo tendré la valentía de reivindicar mi primer puesto en la lista de mi propia vida. l