i la experiencia en resolución de conflictos en la infancia computara como estudio reglado, podría optar seguro a un puesto en las Naciones Unidas. Por lo menos. No es que lo desee ni lo necesite, pero decirlo en alto me consuela. En nuestra casa tenemos unas cuantas trifulcas diarias y, fuera de ella, otras tantas con otras criaturas, que hay que sostener como se puede. Es lo que tienen los inicios en la socialización. ¿Y quién nos sostiene luego a nosotras? Pues eso es otro cantar. El caso es que somos de las que intentan no intervenir para que la muchachada aprenda a resolver sus cosillas de forma autónoma. Pero hay veces que hay que parar el carro con la mochila bien llena de paciencia y amor, para que la sangre no llegue al río. Es entonces cuando nos ponemos el traje de mediadoras con objeto de que el conflicto llegue a buen puerto y las partes queden satisfechas, más o menos. Sobre todo, que no se casquen ni se insulten y resuelvan el asunto de forma dialogada y respetuosa. Lo sé, un movidón. El otro día tuvimos una de éstas entre una de mis hijas y una amiga suya, quienes se disputaban una cáscara de sandía como corona. En estos casos hay que obviar el asunto en sí porque, si no, pierdes el norte o te da la risa. Mi otra hija escuchaba atentamente los términos de la negociación en la que participábamos la otra madre y yo con santa paciencia. Estábamos en el pantano, hacía un calor delirante y el juego de las tres pequeñas se había suspendido por las desavenencias. Tras varios minutos de charla, la hija mía que estaba de ojeadora, a sus cinco años, soltó: “Perdonad un momento, ¿podemos seguir resolviendo esto en la manta, que está a la sombra?”. A la otra madre y a mí nos entró la risa y, por contagio, a las implicadas también. Porque el diálogo, sin duda, debería ser siempre la vía de resolución. Pero el humor, por favor, que no nos falte nunca. l