uchos esperaban que, con motivo de la celebración del 9 de mayo, Putin tomara alguna decisión importante o hiciera alguna manifestación significativa. Pero el presidente ruso se limitó a repetir algunas ideas ya conocidas. Lo más destacable fue quizá su insistencia en que la invasión contra Ucrania fue un movimiento obligado y defensivo, puesto que se sentían amenazados. Se aleja así la responsabilidad -la culpa no fue mía, no tuve otra opción- y se transfiere a otro -aquel a quien identifico como amenaza-. La guerra pasa de ser un honroso bien del que reclamo la iniciativa -decidimos gloriosamente salvar a los hermanos ucranianos del nazismo- a presentarse como un horror de barro y sangre al que fuimos abocados contra nuestros naturales deseos de convivencia pacífica.
Me gustaría percibir en todo ello cierta rebaja del tono chulesco y visionario de los primeros días de la guerra y que ese cambio fuera consecuencia de las lecciones aprendidas en el campo de batalla y en los salones de las organizaciones multilaterales, que fuera producto del aislamiento internacional, de las sanciones económicas, de los frentes que no avanzan, del sueño de honor transformado en ignominia, de la promesa de victoria convertida en estancamiento.
Pero no creo que a estas alturas Putin tenga margen de maniobra interno para mostrar que ha aprendido algo durante estas semanas. Supondría permitir que la sociedad rusa pudiera cuestionar la decisión de iniciar la guerra y, por esa vía, su propio liderazgo.
Una de las claves del aparato ideológico putinista es el revisionismo de la historia de la Segunda Guerra Mundial. Parece como si quisiera reescribir esa historia, hurtarla del espacio de trabajo de los historiadores y de la memoria colectiva para reelaborarla en las destilerías del Kremlin y exportarla para consumo del mundo. Según esta narrativa, el nazismo es un instrumento occidental para acabar con el pueblo ruso. La alianza entre soviéticos y nazis de 1939 para no agredirse en la inminente guerra y repartirse el este de Europa se explicaría como una astuta maniobra soviética para librarse de esa amenaza occidental sin guerra. La Segunda Guerra Mundial se revive ahora en pleno 2022 con Ucrania convertida en instrumento nazi de occidente para amenazar la existencia rusa.
La agresión a Ucrania se entiende así como una nueva batalla defensiva de aquella vieja guerra que de pronto descubrimos inconclusa, una nueva Stalingrado, una nueva Leningrado.
Solo en el contexto de esta batalla por la historia se comprende que la declaración ruso-china de febrero, en vísperas de la entrada de los tanques en Ucrania, preste tanta atención a la lectura del pasado: "resistiremos los intentos de negar, distorsionar y falsificar la historia de la Segunda Guerra Mundial (y) condenaremos enérgicamente las acciones destinadas a negar ?la responsabilidad por las atrocidades de los agresores nazis, de los invasores militaristas y sus cómplices, y los intentos de mancillar y empañar el honor de los países victoriosos."
De ahí que más de 50 países contestaran en la ONU el 9 mayo con una declaración conjunta que decía: "somos testigos de intentos cínicos de apropiarse y explotar el recuerdo de la victoria sobre el nazismo y utilizarlo para justificar esta invasión a gran escala de Ucrania. Rechazamos enérgicamente los continuos esfuerzos de Rusia por distorsionar la historia para sus propios fines políticos y promover una narrativa falsa y desinformación sobre los países vecinos, incluso incitando al odio al etiquetar a otros como neofascistas y neonazis. No debemos olvidar el heroísmo demostrado en la lucha por la liberación de Europa. Debemos honrar y salvaguardar nuestra historia compartida, así como el derecho internacional, incluida la Carta de las Naciones Unidas".
La agresión contra Ucrania ?es, entre otras cosas, un producto de la historia entendida como arma de guerra y, al tiempo, una batalla por la historia. l