er madre de múltiples, como mola decir ahora, tiene su lado maravilloso y su cara oscura ramificada en múltiples vicisitudes. Cuando estaba embarazada, pensaba inocentemente que la gran ventaja de tener dos criaturas de la misma edad nos iba a permitir superar con holgura una de las pruebas más duras a las que deben enfrentarse muchas pequeñuelas: el terrible, doloroso y celoso trago de tener una hermanita. Por supuesto, la vida me puso en mi sitio inmediatamente, al comprobar que esta idea que me había hecho yo pertenece al mundo mágico de los unicornios. Tener una hermana de tu misma edad puede llegar a ser genial pero no cuando eres pequeña, da igual los años que tengáis. Porque la naturaleza quiso que tu madre os gestara a la vez pero, en el momento de nacer y cuando ya esperabas brazos y mimos en exclusiva (si es que las bebés esperan algo), en vez de darle a tu compañera de útero otra madre al nacer, os preparo la sorpresita de tener que compartir la misma. Y eso tiene que fastidiar mucho, ni quiero pensar si hablamos de tres o cuatro criaturas. Así que se me ocurre dibujarle a una de mis hijas una granja con marcianitos que me había pedido hace varios días y yo, que parezco nueva, me centro en el encargo sin inventar nada para la otra y ¡zas!, me como con patatas un consiguiente, lógico y razonable disgusto monumental. Literalmente, a la hija despechada le rompí el corazón. Y, ya que (como buena mujer y madre) tengo un abanico interminable de culpas donde elegir, me fustigué por mi error (me lo reprochará toda la vida, le hago más caso a la otra, bla, bla, bla...) Y aquí estoy, tijeras, rotuladores, folios y cello en mano, poniendo mis neuronas a trabajar a tope para hacer unos txotxongilos que parezcan bomberos de un parque que llevará por siglas las iniciales de esta hija mía importunada. Me está quedando monísimo, por cierto.