l 16 de marzo de 2020 cerraba mi columna, la primera del confinamiento, escribiendo: "En el fondo, cuando una peste llega, aunque sea con medios de comunicación en vivo y en directo como este covid-19, necesitamos sujetarnos a algo: insignias, cantos, aplausos o rollos de papel higiénico. De una u otra manera sirven de ancla a lo que era la civilización antes del caos". No me imaginaba entonces que dos años después estuviéramos como estamos hoy. De hecho, el siguiente lunes reclamaba resiliencia, y luego, como todo el mundo, fui entendiendo que la cosa iba para largo, como aquel día en que dejamos de aplaudir y seguimos odiándonos.

Pero tampoco imaginábamos que fuera para TAN largo, esperábamos que acabaría antes y ya cerramos el segundo año de la Peste y vamos a por el tercero. Al menos tenemos cierta sensación de que las vacunas y algo de la gestión nos van permitiendo aligerar la urgencia. O igual es porque nos ha llegado otro jinete del apocalipsis, la guerra, en su caballo alazán (bueno, exrojo). Como con la covid, tampoco nadie imaginaba que volveríamos al miedo a la tercera guerra mundial y al despliegue de armamento nuclear en este siglo, cincuenta años después de los acuerdos SALT. Nos falta convocar más jinetes: el hambre estaba antes y sigue ahora, y el clima, que no fue pintado como jinete, también acecha. No tenemos ninguna razón para pensar que este 2022 no pueda ser otro año horrible, peor aún, empezamos a entender cómo las catástrofes que vivimos son en gran parte provocadas por nuestra desidia y maldad para con el mundo y para con nosotros mismos. En la era de la banalidad informativa, del exceso y la manipulación, ya ni siquiera estoy seguro de que nos podamos aferrar a algo para ver si salimos a flote.