ntes de salir pitando por la puerta, porque se me va a escapar el tranvía una vez más, le robó un beso a mis hijas y les digo, por aquello de poner en práctica lo aprendido: "Ondo pasa Ohianarekin, txikitxus". Ellas levantan la cabeza de su Kapla, se miran, me miran (con esa mirada infantil que no sabes muy bien qué significa pero que es muy inquietante) y una de ellas va y me suelta tan pichi: "Ama, Ohian mutil bat da, ez da neska bat". Y a mí, aunque me come el despiadado minutran, me vienen varias cosas a la cabeza en unos tres segundos, que para eso soy emakume eta amatxo. La primera, me la dice mi irakasle, quien me recuerda que, en euskera, los nombres propios se declinan a su manera. La segunda, me la dice un Ohian sonriente, que me cuenta que es el amigo con quien mis txikis han quedado esta tarde. Y la tercera, me la digo a mí misma: mi hija de 5 años me acaba de corregir una frase en un idioma que no es el suyo y que lo está aprendiendo casi al mismo tiempo que yo, segura, además, de que está en lo cierto. Toma ya. Llegué yo tarde al estudio del euskera después de superar un gran enfado, no tanto con el idioma, sino con aquellas personas que, lejos de emplearlo para lo que se emplea una lengua (esto es, comunicarte con otras personas), lo utilizaban como estandarte para recordarte que ellas lo hablaban y tú no. Ahora que esto ya me la trae al pairo, me alegro muchísimo de disfrutarlo. Diría que no se me da mal y que, al contrario que la famosa jueza, creo que su dificultad no radica precisamente en su idiosincrasia. Evidentemente, mi cerebro ya no es aquella esponja que absorbía conocimientos sin límite y esto me sitúa en un nivel de aprendizaje muy inferior al de mis hijas. Así que, por mi parte, prometo practicarlo siempre y morirme de envidia cuando ellas me corrijan mis múltiples y variados akatsak. Qué tías.