o que está ocurriendo en estos momentos en Ucrania no puede leerse en blanco o negro. Hay muchos grises de por medio y no todas las culpas están en el lado de Moscú. La prepotencia norteamericana y su insistencia en ampliar hacia el Este las fronteras de la OTAN han acabado dando alas a un Putin que nunca ha ocultado su vocación de devolver a Rusia su antigua grandeza imperial y territorial. La frivolidad y la falta de consistencia diplomática de la Unión Europea se ha traducido en muy malos consejos y la creación de falsas expectativas para la parte ucraniana. Había una guerra de baja intensidad con la minoría rusófona en la frontera este del país, y ninguna potencia occidental ha hecho esfuerzo alguno por ayudar a apagar ese fuego que ardía en territorio europeo. Tampoco tiene nadie, sobre todo Estados Unidos, un historial limpio de agresiones exteriores que pueda ser exhibido sin culpa ni rubor. Todo ello, sin embargo, no nos puede despistar de quién es ahora el agresor y quién el agredido. Quién ataca y quién intenta defenderse. Quién es el imperialista y quién pugna por conservar su independencia. Parece claro, pero no para todo el mundo. Estos días, un paseo por las redes te hace darte de bruces con los negacionistas del nuevo zarismo. Gente que le saca la cara al psicópata que se aloja en el Kremlin. Analistas de pacotilla que pretextan los bombardeos israelíes sobre Gaza o los de la OTAN sobre Belgrado de hace 23 años para no decir una palabra en contra de los proyectiles que caen estos días sobre Kiev. Fósiles ideológicos que miran al capo de los oligarcas como al redentor del proletariado. Miopes doctrinales que ven en la persona que persigue los idiomas minoritarios de la Federación Rusa al defensor de los pueblos oprimidos. Algunos de ellos ya aplaudieron en su tiempo a angelitos como Sadam Hussein, Milosevic o los talibanes. Le reirían la gracia a Kim Jong-un si un día la acabara montando.
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