s posible que muchos de los lectores no lo recuerden, o ni siquiera lo sepan. Fallecido el dictador, y superados los sucedáneos perpetrados por Arias Navarro en aquel espacio tierra de nadie, entre los partidos por fin autorizados por la Constitución apareció Fuerza Nueva, liderado por el notario madrileño Blas Piñar. Por resumirlo, se trataba de un partido de extrema derecha, ultracatólico y acérrimo paladín de los principios del franquismo. Su paso por las instituciones democráticas fue tan fugaz como perturbador; acaudillado por Blas Piñar como único diputado electo, llegó a sumar en las elecciones de 1979 378.964 votos de personal afiliado a Fuerza Nueva en coalición con Falange Española de Las JONS, Círculos José Antonio, Comunión Tradicionalista y Confederación Nacional de Excombatientes. Como puede verse, lo más granado y aguerrido del franquismo aún caliente.

Fuerza Nueva daba demasiado cante fascista y cerró el chiringuito en 1982 al no poder competir por la derecha con aquella Alianza Popular fundada por ilustres próceres del régimen, la más pura heredera y beneficiaria de la dictadura. Huérfanos y sin representación pública, los votantes de Blas Piñar pasaron a votar a AP como opción más próxima. Al mismo tiempo, y con el aliciente de apuntarse al ganador, buena parte del franquismo sociológico y menos fanatizado puso su voto en la urna de UCD liderada por el falangista converso Adolfo Suárez, casi homologada a las formaciones democráticas europeas. Envidias, celos, errores y traiciones hundieron a UCD y toda aquella patulea fascista fue a parar al partido más colindante con la fe de sus mayores, el Partido Popular, que fue como rebautizaron en 1989 a la AP de Fraga y sus compañeros de viaje tardofranquista. El PP fue como echar una red pelágica a la derecha de la derecha, en la que cayeron sin fatiga el Partido Liberal y la Democracia Cristiana, ya residuales, por aquello de salvar los muebles, o sea, los cargos. En ese refugio se agazaparon los residuos de Fuerza Nueva incrementados por sus descendientes y allegados, los nuevos iluminados y los desenganchados forzosos del nuevo establishment.

Por más que se autodenominara "de centro reformista" y pretendiera pasar como "centro derecha civilizado", el PP fue refugio y paraguas de los herederos y continuadores de aquellos casi 400.000 votantes de Fuerza Nueva que siguen añorando a Franco, a su totalitarismo, a la España Una, Grande y Libre, por el Imperio hacia Dios. Necesitaban un caudillo, y ahí salió, de las ubres del PP, Santiago Abascal, a pecho descubierto sobre el caballo del Santiago Matamoros, reivindicando la vuelta al fascio y ciscándose en la Constitución, ese dogma sagrado para "la derechita cobarde", despectiva calificación que el nuevo caudillo dedicaba al PP.

Mientras la derecha extrema se cocía en su propia corrupción, la extrema derecha abandonaba el refugio y se emancipaba de la casa madre, subida a la ola neofascista desbocada en nuestro entorno occidental. Y para cuando este país se dio cuenta, la serpiente había salido del nido y a aquellos 378.964 votantes nostálgicos del franquismo se fueron sumando turbas de fachas, xenófobos, homófobos, fanáticos rojigualdos, supremacistas y rebotados de toda índole partidarios del cuanto peor mejor y de perdidos al río, hasta contar los 3.640.063 que espantaron a los demócratas en las elecciones generales de 2019. Y ahí están, salidos de donde estaban agazapados y de donde seguirán emergiendo en adelante abierta ya la greña cainita entre Casados y Ayusos. Ahora que el PP se ha pegado un tiro en el pie, Abascal espera, dispuesto a recoger el botín; al tiempo. Como vasos comunicantes, Vox irá creciendo a medida que el PP se vaya vaciando, como esa España que entre unos y otros dejaron deshabitar.