ada vez que escucho comentar a alguien por ahí que se-dice-se-cuenta-se-rumorea que va a nevar me da un vuelco el corazón. Sí, amigas, mantengo intacta a mi edad esa ilusión infantil desmedida por la nieve, por su inmaculada belleza y por todas las posibilidades que ofrece a un alma juguetona como la mía. Mis recuerdos alrededor de la nieve me llevan (además de hacia un auténtico e inevitable estatus de Abuela Cebolleta) a los domingos que pasaba con mi familia y otras, amigas de mis aitas, en Belagua o Irañeta. Eran domingos de calcetines mojados, manos heladas, refugios calentitos y tarteras de lomo empanado con pimientos. De ese olor especial que tenía la nieve para mí, uno de esos olores que han adquirido con el tiempo forma propia en mi memoria. También esos recuerdos me llevan a días en casa sin poder ir al cole, leyendo a Roald Dahl y haciendo la receta de plum cake de aquella exótica señora amiga de mi madre a la que apodábamos La Teacher. A ese deseo de que cayera nevada sobre nevada para poder bajar a la calle a tirar unos bolazos. A esa sensación de invierno cerrado y frío, sin nada que temer. Sin embargo, el cambio climático ha decidido que el trineo que compramos en septiembre siga en el camarote esperando su gran oportunidad. Que en casa éramos de lanzarnos ladera abajo montadas en un plástico enorme, pero cuando lo vimos en la tienda, tan chulo, con su freno y todo... No pudimos resistirnos. Nos imaginábamos ya melena al viento, carcajada nerviosa que preludia el trompazo sobre suelo blando, hasta habíamos organizado ya las txandas para lanzarnos a lo loco... Pero lo cierto es que no hay nieve ni se le espera y lo más parecido a un manto blanco que hemos visto es el que provocan las heladas en la hierba del parque frente a nuestra casa. Mis hijas están por estrenar ahí el trineo. Menos es nada, por probar...
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