ecido fumarme un cigarrito en el balcón y, de paso, charlotear con ama. Le cuento que vengo pensando en diferentes noticias y acontecimientos que, entre otras cosas, me han reafirmado en lo que ya desde pequeño pensaba sobre no hacer cosas para las que evidentemente no sirvo por mucho que crea que me gustan. Me mira interrogándome y le explico que creí que me gustaba el fútbol, hasta caer en la cuenta de que ni yo disfrutaba con mis torpezas ni mis amigos tenían un aguante infinito para soportarlas, y feliz lo dejé.
Me pregunta a qué viene esa reflexión de algo tan viejuno, y le cuento que, a nada que te salgas de las aburridas noticias del covid todo se llena de extravagancias, como si el mundo anduviera tan desmelenado como D. Boris y sus fiestuquis londinenses. Le explico que, por ejemplo, habiendo tanto asunto delicado, que repercute en nuestras vidas, en manos de parlamentarios de Madrid, que algunos de ellos propongan debatir la sinsorgada de quién debió ganar un concurso musical previo a Eurovisión, evidencia que por mucho que les guste la música mediocre, no han aprendido nada del trabajo y responsabilidad que ocupan. Le concluyo que, lo mismo que yo elegí el ciclismo porque andar en bici es fácil y vas solo a tu bola, los eurovisivos parlamentarios deberían haber escogido la sencillez de ser comentaristas de Sálvame o porteros en una discoteca hortera.
Para terminar le comento la destacada extravagancia de la sentencia de una jueza de Gasteiz, la cual obliga a readmitir a una funcionaria interina, que teniendo el compromiso de aprender euskera no lo hizo después de 6 años, con el enorme argumento jurídico de que es un idioma muy difícil. Ama mira fijamente y me dice que ese caso es diferente, es mucho peor, se supone que la jueza aprobó una oposición y sabe de lo suyo, pero no quiere aplicar lo que sabe sino lo que piensa.