odo comenzó un día de otoño. Era un día como otro cualquiera, salvo por el pequeño detalle de que las mangas del jersey que hasta entonces le quedaba perfecto parecían haberse alargado y le cubrían parte de las manos. Le pareció que también le pasaba con los pantalones que acababa de ponerse pero, como los llevaba con botas, no le dio importancia. Empezó a preocuparse el día en que estaba con su hija adolescente frente al espejo. La niña debía de haber dado un estirón ese verano porque, de pronto, sus frentes estaban casi a la par. Pasadas unas semanas, decidió comentar el asunto con su pareja. Él no había notado ningún cambio. "¿No estás exagerando un poco? Quizá estás un poco estresada, cariño..." Pero pasaban los días y la ropa le iba quedando más y más holgada. En diciembre ya tuvo que empezar a utilizar la banqueta que usaba su hija pequeña para llegar al lavabo. Lo peor era que, aunque su tamaño estaba cambiando, su exigente vida no lo hacía y todo le costaba el doble. Seguía ocupándose de la casa, de la logística de las niñas, de su trabajo... Apenas tenía tiempo para nada y llegaba a las noches sin fuerza siquiera para tener una conversación. Su marido ya pasaba a su lado sin verle y tenía que alzar la voz, cada vez más aguda, como de duendecillo, para que le oyera. Aquellas navidades nadie de su familia pareció reparar en lo que le ocurría. Pero su madre sí. En una sobremesa en la que intentaba llegar al tarro del café, la cogió en brazos y ella se echó a llorar. "Tranquila, a tí también te está pasando, cariño. No digo que nos pase a todas, pero sí a muchas. No te preocupes, aunque ahora te lo parezca, nunca desaparecerás del todo y volverás a crecer. Cuando eres madre, nadie te previene. Llegará un día en que te casarás contigo misma, como la Rosa de Icíar Bollaín. Y, entonces, volverás a ser tú, más fuerte, más extraordinaria".