uando estaba embarazada de nuestras criaturas, me hice una lista de deseos mental sobre las cosas que quería transmitirles. Era una lista bienintencionada, sin imposiciones, pero, inevitablemente, con un poso importante de expectativa, con una gran esperanza de que lo conseguiríamos. En mi lista de deseos estaba inculcarles el amor por la música, por llenar el corazón con las vistas desde la cima de una montaña, por volar a lomos de una bicicleta, por emocionarse con una peli en pantalla grande... Y también estaba el descubrirles que la lectura sería una de sus grandes compañeras de viaje. Nuestra casa siempre ha estado llena de libros. Tenemos un gran síndrome de Diógenes con la literatura y atesoramos cientos de novelas que podrían estar en un e-book pero están en nuestras paredes, con sus hojas de olor inconfundible y susurros sinuosos al pasar sus páginas suaves y llenas de historias. Desde que aprendí a leer, los libros siempre han ejercido sobre mí un efecto balsámico. Han sido mi refugio, mi viaje, a veces mi huida, mi manera de vivir otras vidas. Sin embargo, al poco tiempo de que nuestras mellizas llegaran a casa, me di cuenta de que lo de leer iba a quedar relegado a otro momento en el que no estuviera dedicada a la atención plena y los cuidados las 24 horas del día. Me entró el pánico. Me imaginé a dos pequeñas sin ilusión por abrir siquiera un cuento, privadas de la aventura de la imaginación, apáticas hacia la inmersión literaria. Ahora que ya me he relajado un poco (sólo un poco) con éste y otros deseos de mi lista, descubro encantada que la lectura ofrece a mis hijas el mismo efecto mágico que me ofrecía a mí a su edad y que me sigue regalando un buen libro. Y sé que el deseo de mi lista está cumplido cuando en casa de pronto reina un inesperado silencio y las veo, aún sin saber leer, enfrascadas entre las hojas de un cuento.
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