o fue el primero, ni el más largo, ni siquiera el más inhumano. El secuestro en mayo de 1995 de José María Aldaya, empresario del transporte, se prolongó durante 341 días en un habitáculo de tres metros por uno y, según él mismo declaró en el juicio, tras el secuestro "se quedó medio loco y arrastra unas caderas deshechas", perdió 20 kilos y buena parte de su capacidad visual.
José María Aldaya acaba de fallecer 26 años después de aquella atrocidad a la que fue sometido por ETA "por haberse negado a efectuar la aportación económica para sacar adelante la lucha por Euskal Herria", según detallaba el comunicado reivindicativo del secuestro. Mil millones de pesetas se le reclamaban para su liberación.
El fallecimiento del empresario secuestrado nos invita a recuperar la memoria de hechos que hemos vivido, de hechos recientes que, evidentemente, no están en el recuerdo de los millennials pero sí en la evocación de la gran mayoría madura de la sociedad vasca que convivimos con aquellos episodios y que conviene no olvidar por lo que supusieron de catarsis cívica, de obcecación violenta y de verificación de un pasado convulso demasiado cercano como para pretender ignorarlo.
Es preciso recordar que para cuando Aldaya fue secuestrado, la sociedad civil ya se había concienciado y movilizado en apoyo a Julio Iglesias Zamora, otro secuestrado también por ETA.
Era el tiempo del lazo azul como símbolo de rechazo a la violencia política, de un paso adelante venciendo el miedo, de plantarles cara a los que se adjudicaban el monopolio de la calle. Era el tiempo de concentraciones pacíficas, silenciosas, en torno al monumento de la Paloma de la Paz en Anoeta como testimonio de reproche cívico ante formas de terror tan extremas como el secuestro de Aldaya.
Pero era el tiempo, también, de la denominada Ponencia Oldartzen, que implantaba "la socialización del sufrimiento", según la cual, si había abertzales presos y torturados, toda la sociedad vasca debía compartir y sufrir sus correspondientes padecimientos.
Y la izquierda abertzale de entonces optó por el choque de trenes convocando "contra-concentraciones" airadas frente a frente, cara a cara, respondiendo a los carteles de apoyo al secuestrado y exigencia de su liberación, "Aldaya askatu!", con la insolencia estremecedora de "Aldaya, ¡paga y calla!".
Es buena cosa la memoria, porque nos permite revivir el tiempo pasado y evocar sensaciones vividas, en muchos casos sufridas, hacer cuenta de las muescas resultantes de un tiempo crispado.
Para no olvidarlas, para evaluarlas, para sacar de ellas conclusiones y no para enterrarlas en el tacticismo hipócrita. Que José María Aldaya, hoy ya difunto, hubiera sido sometido a semejante suplicio es un eslabón más en la cadena de terror que aquí se vivió.
Su calvario, uno más, no puede ser ignorado como si no hubiera existido o hubiera ocurrido hace siglos. Es tan evidente, tan cercano, tan profundo, que no merece que nadie pase página pretendiendo no verlo. Es tan indiscutible, que no proclamar su injusticia y no reconocer su inmoralidad convierte en cómplice o, cuando menos, en sospechoso a quien a la hora de ejercer la política deliberadamente se salta esa página.