rimerofue la polémica acerca de la obligatoriedad de la vacuna, y ahora, habiendo demostrado su efectividad frente al virus y representando para toda la sociedad la clave de nuestra esperanza, emerge otro debate respecto al alcance de las medidas que cabe adoptar para minimizar el riesgo de contagios por contacto social con personas no vacunadas.
Ningún derecho es ilimitado. Todos ellos deben ceder ante el bien común. Tuvo que ser, como no, Cicerón, quien ya consagró la máxima salus populi suprema lex est. En realidad, esta pandemia plantea un dilema inédito que puede abordarse desde una dimensión ética, jurídica y política: el de la salud pública como límite a la libertad individual. La más pura lógica y regla de sentido común para la convivencia social ha de basarse en la premisa de que el límite de mis derechos son los derechos de los demás.
La Declaración de los Derechos del Hombre de 1789 ya preveía que la libertad consiste en hacer todo lo que no perjudique a los demás. No somos, como ciudadanos, meros titulares de derechos: también hay toda una serie de deberes, de obligaciones de toda persona respecto a la comunidad a la que pertenece y en la que convive. Podría expresarse así: el ejercicio de los derechos (en este caso, el de no vacunarse) de cada uno tiene el límite del goce de tales derechos por parte del resto de los ciudadanos.
Jurídicamente, el art.15 de la Constitución consagra y garantiza el derecho a la integridad física y moral, que se materializa en el principio básico de la voluntariedad de los tratamientos sanitarios. Hace ya tiempo que el Tribunal Constitucional subrayó que ese derecho a la integridad física es diferente del derecho a la salud (y en particular la salud pública, recogida en el art.43.2 de la Constitución). Por ello, la pregunta obligada es: ¿Qué exigencias debe tener una regulación normativa o una actuación administrativa para que no lesione ese derecho fundamental? Para lograr tal objetivo debe superarse un triple test, centrado en la adecuación o idoneidad de la medida prevista, su necesidad y su proporcionalidad.
El resumen de todo ese debate podría hacerse así: no basta invocar genéricamente el principio de precaución o prevención, hay que incorporar al razonamiento jurídico (y judicial) las certezas científicas. Y más allá de la evidente necesidad de actualizar las normas vigentes, que se han demostrado ineficaces ante los retos que plantea esta pandemia y que hacen más incomprensible, si cabe, la desidia del legislador estatal y su ausencia de reforma; tal vez cabría recordar que la ley 3/1986, sobre medidas especiales en materia de salud pública, subraya que si hay indicios racionales de peligro para la salud de la población pueden adoptarse todas aquellas medidas que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible.
Respecto a la vacuna, cabe recordar que existen cinco diferentes modelos de vacunación: voluntaria, recomendada (es el caso de la vacuna frente al covid-19), condicionante (se fija como requisito para poder acceder a algún lugar o para disfrutar de un servicio o para ejercer una actividad o profesión), obligatoria (así ha sido declarada la vacuna frente al covid en Francia e Italia, por ejemplo) y forzosa.
La tendencia dominante en el panorama internacional (vacunación voluntaria) se basó en la convicción de que se pueden lograr mejores resultados de aceptabilidad si la vacuna es voluntaria. Partiendo de esta premisa, ¿cómo negar validez jurídica a que el propio sistema que ha decretado tal carácter no obligatorio de la vacunación prevea mecanismos preventivos, como el denominado pasaporte covid, que en garantía de la salud pública trate de manera diferente realidades tan opuestas como las que representamos hoy un día un ciudadano vacunado frente a otro no vacunado?
Si se aplica de forma correcta y se atiende a supuestos específicos no hay duda alguna, tal y como ha sentenciado el Tribunal Supremo, acerca de la ausencia de discriminación y del carácter proporcional de tal medida.