ermina la COP26 en Glasgow. A la hora de entregar este escrito no conozco sus resoluciones, pero la activista preferida de los medios anunció ya antes de su inicio que la conferencia sería un fracaso, un mero blablablá vacío de contenido como lo que a su juicio hemos sufrido durante décadas. El camino de la lucha contra cambio climático está jalonado de fracasos, de medidas que llegan tarde, que se quedan pronto insuficientes y que de todas formas no terminan de cumplirse cabalmente. El alcance de la crisis climática aumenta de manera irremediable y las previsiones empeoran. Hay motivos sobrados de alarma, denuncia y movilización, aun así no creo que sea cierto que en estas cumbres no haya más que cháchara sin resultados. Si queremos hacer algo por el clima estas cumbres son uno de los principales medios, con tropiezos, errores y fracasos incluidos.
En uno de estos espacios de supuesto blablablá se creó en 1992 la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, que empezó a celebrar sus anuales Conferencias de Estados parte (CoP) en 1995. Buena parte de nuestro mejor discurso se basa en los criterios, definiciones, objetivos y principios allí establecidos. La ONU creó también por aquellos años el Panel (IPCC) que es el más acreditado sistema de organización y priorización del conocimiento en el que debe apoyarse quien quiera hablar con rigor sobre el asunto. No es casual que la movilización social contra el cambio climático comenzara en aquellos años. El activismo climático debería reconocer esa larga trayectoria, sin adanismos.
Mucho hay que hacer en materia de emisiones, adaptación y justicia climática, pero pretender que hasta la fecha los transportes, la industria, las autoridades y los ciudadanos no han hecho gran cosa no es cierto. Desde la adopción de la Convención la población mundial ha aumentado en un 50% y aun así vivimos con los mayores porcentajes de acceso a la alimentación, al agua y a la educación, mayor esperanza de vida, menor mortalidad materno-infantil y menor pobreza extrema que nunca. No hemos sabido hacerlo sin aumentar las emisiones globales, lo cual es un drama, una emergencia y algo insostenible que hay que cambiar ya, sin duda, pero no todo se hace siempre mal.
Para avanzar necesitamos muchas negociaciones, mucho hablar y escucharnos. Necesitamos declarar nuestros principios mil veces y repetir nuestros compromisos otras mil. Confundir el trabajo diplomático y sus lógicas negociadoras con un blablablá vacío de contenido nos ayuda poco. Algunos muy sensibilizados periodistas sin experiencia en negociaciones internacionales -por no hablar de influencers de diferente naturaleza- nos cuentan desde Glasgow lo que allí ven como el sobrino sobreexcitado que te cuenta su primera semana erasmus o su primer viaje a París: funciona si quieres un reportaje plagado de anécdotas menores sobre el lado humano de la cumbre, pero no si buscamos información sobre qué y cómo se juega allí.
El blablablá que se denuncia es el corazón de la democracia, que nace de la escucha y la negociación entre diferentes. Blablablá es ciencia, cultura y conocimiento que se trasmite por palabras razonadas. Con el blablablá nace la amistad, se consolida el amor, se construyen los equipos y las organizaciones, se sueñan frutos posibles y se arman las estrategias para alcanzarlos.
Con el blablablá acordamos lo que queremos sacrificar hoy -¿precio de la energía, del agua o de la alimentación, capacidad adquisitiva, consumo, cierres industriales, destrucción de ciertos empleos?- por el mañana y por otros, y cómo nos reorganizamos y repartimos la factura. No hay soluciones mágicas. Cada nueva medida traerá, como siempre, sus nuevos problemas, sus contradicciones, sus conflictos, sus insospechadas dificultades que deberemos de nuevo afrontar con más blablablá, conociendo y respetando lo realizado.
Si la cosa sale mal en Glasgow la culpa no será del blablablá.