ara quienes no conozcan Vitoria-Gasteiz, la sede de la Lehendakaritza, del lugar donde asesinaron a Fernando Buesa y su escolta apenas distan 300 metros de distancia. Dos minutos andando, como mucho. El 22 de febrero del año 2000 yo me encontraba en la sede de la Lehendakaritza.
Por aquel entonces, los consejos de gobierno se celebraban a las cuatro y media de la tarde. Ocho minutos después del inicio de la rueda de prensa, a las 16.38 horas, estalló el coche-bomba que se llevó por delante las vidas de Fernando Buesa y Jorge Díez Elorza.
Mucho hemos escrito y hablado de lo que supuso social y políticamente en Euskadi el atentado contra ambos. Permítanme que hoy les confiese el impacto que me produjo -y que sigue nítido en mí como si hubiese sido ayer- el dolor que se reflejaba en la cara de una jovencísima Natalia Rojo, que acudió al lugar con su padre, Javier, a confirmarnos que quienes yacían a apenas 20 metros a sus espaldas eran sus amigos.
No eran un líder socialista y un er-tzaina. No. Eran sus amigos. Y, así, Natalia y su padre se convirtieron en dos víctimas más que se sumaron a los efectos de una onda expansiva que nos sumió aquel día, y muchos más después, en un caos.
En aquel tsunami, paradojas de la vida, también tuvo su papel protagonista Arnaldo Otegi. Hace tres días le escuché mencionar el sentimiento de la izquierda abertzale por un dolor causado a las víctimas de ETA que nunca debió producirse. Qué diferente al de hace 21 años, cuando, como portavoz de Herri Batasuna, el mismo Otegi hablaba de muertes, no de asesinatos, no condenaba la violencia de ETA (eso no ha cambiado) y arremetía con dureza contra el lehendakari Ibarretxe por someterse a la "presión mediática y política de Madrid" (sic). Vaya. Hoy el objetivo es, según parece, intercambiar también en Madrid presupuestos por presos. Lo demás, fuegos de artificio para colocarse "en el centro del tablero" (sic).
Definitivamente nos queda mucho camino por delante. El 22 de febrero del año 2000, sin ser consciente, el dolor de Natalia generó en mí, como periodista, un compromiso por la memoria que ha permanecido inalterable.
Nuestra historia es poliédrica, pero la memoria es única. Y debemos trabajar para que no se olvide que todo ese dolor existió y evitar que vuelva a repetirse. Por encima de cualquier tablero.