is hijas se han pasado el verano en pelota picada. En el pueblo, por descontado. Y cuando hemos estado fuera, todo lo que han podido. He constatado lo afortunadas que son por poder disfrutar de su desnudez tan tranquilamente y, por otra parte, la curiosa y tremendamente pudorosa relación que tenemos los adultos con la nuestra e, incluso, con otras, aunque sean ajenas e infantiles. Personalmente creo absurda la obligación de llevar en la playa, el río o el pantano un trapo mojado que tape un cuerpo exactamente igual al del resto de las presentes, con sus variaciones en formas y tamaños. También me parece singular la evolución desde aquel top-less hasta la actual camiseta casi de torso entero pero con un tanga que deja las nalgas al descubierto. Es indiscutible la necesidad de respetar a cada cual y sus vergüenzas. No a todo el mundo le gusta bañarse en pelotas. Pero cuando me encuentro con juicios externos que, al fin y al cabo, intentan inculcar ese pudor a unas mentes tan afortunadas como libres, entonces (me vais a perdonar) pero tengo derecho a cabrearme. Nuestra mente atrofiada ya no puede separar un cuerpo desnudo de un contexto sexual y negativo. Y entonces vienen advertencias para ti del tipo "tápala, que no sabes quién está mirando" o (peor) para ellas, desde el protector "¿pero qué hace esta niña desnuda, que se va a enfriar?" hasta el espantoso "va a venir un perro y se va a comer esa colita". Debo protegerlas de los enfermos mentales que pueden sacarles fotos en un espacio público. Y debo taparles porque nos han aleccionado sobre que no está bien mostrarnos desnudas, no vaya a ser que ya desde pequeñas desarrollemos hábitos lujuriosos y depravados. Mientras tanto, nos toca gestionar este mondongo y continuar naturalizando el cuerpo humano ante un par de criaturas que lo único que ven es un culo donde, en realidad, sólo hay un culo.