i algo ha demostrado esta pandemia que todavía se resiste a abandonar su papel de desgraciada protagonista absoluta del pulso social, es que los Estados son demasiado pequeños para los grandes problemas, y a su vez son demasiado grandes para los problemas pequeños o domésticos.
La mezcla del debate político y social que caracteriza todos estos largos meses de pandemia parece haber elevado casi a la categoría de dogma el recurso al siempre fácil maniqueísmo: se vuelve a hablar de la insolidaridad, del egoísmo y del supremacismo de los nacionalistas (de ciertos nacionalismos, cabría matizar, porque del nacionalismo español no se predican tales improperios), se argumenta como desleal esgrimir reivindicaciones competenciales porque lo que importa ahora es un Estado fuerte, protector, eficiente, seguro... Les falta tan solo decir que deviene obligado por las circunstancias su transformación en un Estado unitario y centralista como vía o medio para poder adoptar así las decisiones "oportunas" en beneficio común y sin consumir energías en el estéril debate competencial.
Antonio Muñoz Molina hablaba hace poco de "música de arengas", refiriéndose a que en España la vida política y parlamentaria consiste sobre todo en cruces de arengas. Las letras en general carecen de todo interés, porque su finalidad no es transmitir informaciones o argumentos, sino alimentar el fervor de los ya convencidos y el rechazo y el escándalo de los adversarios, que en la política zafia no se distinguen de los enemigos. Y concluía señalando que la letra de los discursos políticos españoles tiende a ser trivial y al mismo tiempo agresiva
Es cierto, sin duda, pero también cobra furor y protagonismo en estos tiempos, y en paralelo, una música uniformizadora que tiende a estimar como una ocurrencia cuando no como una muestra más de la insistencia y del egoísmo del discurso nacionalista las reclamaciones que desde este ámbito de la política se realizan para lograr que las decisiones políticas sean adoptadas respetando el marco competencial.
Esta tensión dialéctica no es nueva, pero hay que tratar de disolver, de relativizar esas simplificaciones dañinas: en estos momentos causa furor todo lo que se propone por el bien de la nación española; se parte de una especie de presunción patriótica, de forma que la materialización de cualquier propuesta anclada en esos principios de unidad viene revestida de la aureola de razonable y adecuada, y si su materialización exige desatender compromisos competenciales o minusvalorar el discurso de quien reclama respeto a su identidad y a sus competencias, no hay dudas: se entiende que todo vale en beneficio de ese supuesto bien superior estatal.
Y, si para ello es preciso invocar una suerte de catastrofismo, se hace. Cualquier crítica a la decisión, sobre todo si proviene de nacionalismos periféricos, se rebate argumentando que no toca ahora esa insolidaria reivindicación.
Algún reconocido cronista llegaba incluso a hablar de "bárbaros" refiriéndose a quien reclama respeto a sus competencias; habría que recordarle que los griegos llamaban así a los que no hablaban su lengua, y que posteriormente los estoicos (griegos también) se dieron cuenta de que los calificados como "bárbaros" simplemente utilizaban palabras diferentes a los griegos para referirse a las mismas ideas.
Si proyectamos esta reflexión al debate político actual, la pregunta obligada que cabría hacerse es de dónde proviene en realidad esa orientación supremacista estatal tan reacia a la colaboración, tan poco proclive al respeto a la diferencia, tan anclada en la inercia centralizadora justificada bajo peregrinos y endebles argumentos. Y la respuesta es clara: se aprovecha la circunstancia para minusvalorar todo aquello que no encaje en una visión del poder político centralizado, equiparando este adjetivo al de fuerte y considerando que la descentralización o distribución territorial del poder político debilita al Estado.
No corren buenos tiempos para ir a contracorriente y formular una pedagogía social y política que muestre la debilidad argumental de tal afirmación, pero hay que insistir y perseverar. Construir una nación vasca no es ni desleal, ni insolidario, ni ocurrente, ni bárbaro. No se construye contra nadie ni frente a nadie. No más simplificaciones dañiñas, por favor.