las barricadas. Arranca la batalla de Catalunya. Un encarnizado combate ideológico al que acuden izquierda y derecha atrincherados en su razón contrapuesta e intransferible y que las voces más radicales de cada bando parecen convertir peligrosamente en intransigente. Así resulta imposible un mínimo entendimiento, ni ahora ni, quizás, más adelante. Acuciados en la brega por la comprensible incertidumbre sobre el desenlace de la confrontación, nadie está dispuesto a ceder, sobre todo ahora que acaba de empezar el partido y los focos alientan una desbordante expectación. Por eso hay tanto ruido y se superponen las verborreas de trazo grueso, las exigencias maximalistas y las críticas despiadadas para minimizar una atormentada toma de temperatura de este momentáneo auto de fe. Hay demasiada adrenalina y poca serenidad. Por eso, los zambombazos dialécticos causan estruendo y, en ocasiones, hasta sonrojo. En todo caso, van a degüello. Desde un bando, porque creen que han encontrado con los indultos la veta del éxito electoral que añoran; desde el otro, porque empiezan a cansarse de ese patriotismo insultante que repudia como mal español a quien no piensa como ellos.
Pablo Casado está desbocado, quejoso con el resto del mundo, como si actuara urgido en un contexto que no domina, que supera su talla de alternativa de poder. Se siente enrabietado por la exigua indignación social, política e institucional a los indultos. Han salido de la cárcel los líderes independentistas y España sigue funcionando, incluso a mayor ritmo de vacunación, y hay acuerdo en el diálogo social. En el PP, en cambio, sus asesores palmeros de luces cortas, en connivencia con voceros y tertulianos matinales, hicieron creer a su presidente que llegaría el apocalipsis con el perdón a los presos del procés y que, sin duda, saldría fuego en las Casas del Pueblo. Su sumisa ceguera les impidió imaginar la apuesta por el diálogo de empresarios, obispos o hasta el secretario general de la ONU. Son los mismos aduladores que después de la estremecedora justificación del golpe del 36 y de la permanente carencia de alternativas al conflicto catalán del líder del PP, seguían pensando que había ganado el debate del Congreso. Quizá entendieron mal el perverso significado de las malévolas incitaciones a que presentara una moción de censura. Hasta Sánchez, risueño por el tono que va adquiriendo el decorado de su arriesgada apuesta, se compadeció de la mala suerte de su rival y le conminó en lenguaje coloquial a que deje de meterse en tantos jardines equivocados.
Definitivamente, Casado ha dilapidado aquel falso atisbo del perfil centrista cuando le plantó cara a Abascal con tan poco acierto político y desconsideración personal. Ha preferido abrazar la doctrina aznarista que tan bien le va a Díaz Ayuso porque entiende que es la única medicina para la reconstrucción de la derecha -sinónimo sencillamente de fagocitar a Ciudadanos, que no a un Vox resistente-, y que, de paso, le proporciona una descarnada oposición a la versatilidad ideológica de Sánchez. Se lo juega todo a una carta. La mejor decisión para quedarse sin otros compañeros de viaje por culpa de ese discurso ultramontamo que destila una galopante dependencia de la ultraderecha y que, curiosamente, sirve para fortalecer el reagrupamiento del resto de fuerzas parlamentarias que abogan por la continuidad del actual statu quo, justo ahora que soplan los primeros vientos de la recuperación económica.
Dicho esto, es verdad que la exigencia catalanista puede desbaratar cualquier previsión. Los primeros escarceos, desde luego, tampoco auguran tiempos de estabilidad. Pudieran ser también fogonazos de galería. Eso sí, el maximalismo de algunas reivindicaciones suena tembloroso por apremiante. Justo después de que Sánchez, utilizando todos los micrófonos a su alcance, tratara de calmar a la familia socialista, fundamentalmente, y a los constitucionalistas de bien diciendo que no habrá referéndum, vienen los independentistas y se le mofan. En especial, Rufián, hábil como nadie para poner el dedo con acidez en la llaga más hiriente; en este caso, lo ha hecho aludiendo a la escasa credibilidad que concede a las promesas del presidente. Incluso, tampoco aporta serenidad la machacona exigencia de amnistía y referéndum desde la Generalitat que tanto irrita al unionismo y que tanto sofoca a los socialistas. Fuegos de artificio hasta septiembre, piensa el presidente, mientras ve complacido cómo la pelota sigue rodando hacia adelante.