lega el superdomingo. Vox enreda al PP en el derechómetro de Colón. Susana Díaz rompe las costuras de la unidad en el sacrosanto feudo del PSOE. Ione Belarra intenta siquiera dejarse oír como lideresa de Podemos clamando por los derechos de Puigdemont. Todos se disputan la foto. En cambio, al día siguiente de tanto alboroto, Pedro Sánchez tiene asegurada la suya con Biden, después de tantos meses aguantando el desplante del presidente americano. Así, en pocas horas, se precipitará todo un carrusel de sensaciones en un país que sigue dividido y tensionado por el inmediato desenlace de los indultos, conmocionado por la violencia vicaria de Tenerife, atónito por la enésima sacudida desafiante de Marruecos en los morros de la UE y superado por el despropósito de las vacunas a La Roja, en las vísperas de un Europeo llamado a distraer la atención del debate político por la fuerza sociológica del fútbol.
Con la vista puesta en el PP de 2023, Pablo Casado siente que se acaba de pillar los dedos, pero lo disimula clamando contra este Gobierno que perdona a los insurrectos soberanistas. El líder (?) de la oposición ha vuelto a fiar su suerte inmediata a la ultraderecha poniendo las luces cortas, propias de los tiempos que corren y del análisis miope del equipo de palmeros de García Egea. Abascal ríe feliz por la envolvente, justo ahora que ve cómo a muchos dirigentes populares -cada vez más a medida que pasan las horas- les tiemblan las piernas por esa foto que les trae de cabeza cuando piensan en el futuro. Han caído en la trampa de Vox, seducidos desde las catacumbas políticas por las voces casposas de Rosa Díez, Fernando Savater, María San Gil o Carlos Urquijo, que se resisten a abandonar el escenario del que las urnas les retiró hace años.
Habrá mucha gente en Colón, pero el problema catalán seguirá inamovible al acabar la manifestación. Posiblemente porque nadie de los asistentes tenga otra solución que la mano dura. Queda la alternativa del diálogo y de la distensión, pero por ahí entran las dudas y el sofoco. Oriol Junqueras y Pedro Sánchez provocan recelo, descrédito, como si ocultaran algo debajo de la manga en términos de barra de bar. Su pasado les delata justo ahora que quieren encontrar una vía de entendimiento dentro del desacuerdo original. El oráculo de ERC engañó a Mariano Rajoy, Soraya Sáenz de Santamaría y Cristóbal Montoro en sus frecuentes visitas a La Moncloa. Por eso fluye una creciente sensación de que su caída del caballo hacia la bilateralidad sea simplemente una estratagema para suavizar el aterrizaje socialista. Llegados hasta aquí, resultaría muy aconsejable releer de vez en cuando el retrato que el lehendakari Urkullu dejó escrito para la posterioridad en los archivos de Poblet sobre el republicano independentista. En el caso del presidente español, la hemeroteca le destroza pero nunca le importa. Muy al contrario, le apasiona encarar sin ingenuidad un reto apasionante de semejante envergadura, capaz de engullirle, pero también de encumbrarle. Conociendo su malabarismo, el desenlace no provocará ni una cosa ni otra.
En el PSOE contienen el aliento por el tsunami de los indultos más allá de la carta redentora de Junqueras. La división interna es un hecho. Existe mucho vértigo ante la envergadura del perdón. También aquí saben que acabarán pillándose los dedos porque nadie les asegura que la salida a la calle de los condenados suponga la paz. De momento les queda por superar el trance de las primarias andaluzas. Una victoria mínima del candidato oficialista comprometería la autoridad interna de Sánchez en el fortín más preciado del socialismo. Obviamente, un sorprendente triunfo de Susana Díaz, después de una personalista campaña de puerta a puerta al más puro estilo sanchista, dispararía todas las alarmas y encogería el cuerpo en Ferraz. Más allá del resultado final, la división para mucho tiempo es un hecho. Alborozo, por tanto, en el imaginario de una derecha que jamás soñó con un decorado tan idílico para afianzarse en el poder de una tierra que fatídicamente se les resistía.
El último hueco en los titulares de un domingo trepidante será para Ione Belarra. La ministra navarra encara, en el momento más inoportuno, el arranque de una titánica gesta de incierto resultado porque surge envenenada. Le aguarda la alternativa de rearmar orgánicamente y proyectar un nuevo camino a Podemos. No se trata de sustituir a Pablo Iglesias, porque es imposible. Y hacerlo sin pillarse los dedos.