ace ya tiempo que el fútbol dejó de ser un deporte para convertirse en un negocio mil millonario, un negocio sometido a las tensiones de la competitividad económica, de las crisis financieras o, sin ir más lejos, del trance imprevisto de una pandemia. Como tal negocio, en el fútbol se imponen las leyes del mercado del mismo modo que se exponen a ellas los bancos, las constructoras o las farmacéuticas. Poco tiene que ver esta realidad con la actitud pasional, sentimental, fanática, de las masas de aficionados que secundan ese negocio sin pretenderlo.
No es ningún secreto que los clubes de élite suman un endeudamiento astronómico, déficit que tiene mucho que ver con los desorbitados sueldos que perciben no solamente los futbolistas considerados "figuras", sino cualquier chaval que comienza su carrera escogido por los ojeadores en el patio de la escuela y acaba como profesional en uno de esos clubs de campanillas. A controlar el negocio y rentabilizar la deuda entraron empresarios buitres capitaneados en este caso por Florentino Pérez, quien sacó de la chistera el conejo de la Superliga. Florentino, ya saben, esa especie de constructor tiburón cuyo único afán ahora es cómo generar dinero a manos llenas acaudillando a los doce clubs más ricos de Europa para jugar entre ellos el más excelso campeonato de fútbol que hayan visto los tiempos. Los socios, por supuesto, ni voz ni voto. Les basta con poner el sentimiento y la nostalgia.
De momento, no parece que esta opa hostil al fútbol como disciplina deportiva vaya a prosperar. De momento, digo, porque Florentino seguirá maquinando negocio y echándole jeta y demagogia, que hace falta mucha para asegurar que la Superliga iba a servir para salvar el fútbol modesto, como ha tenido la desvergüenza de proclamar. Conviene, ya que estamos, dar a conocer las cifras del negocio que el presidente del Real Madrid iba a acaudillar, y conste que no son las cuentas de la lechera.
De entrada, la Superliga iba a contar con el aval de la empresa financiera JP Morgan, que aportaría 3.500 millones de euros a repartir ente los clubs fundadores, para echar a andar y gestionar la iniciativa. Añádanse 400 millones para el vencedor, cuatro veces más que en la Champions League, 350 millones a cada club sólo por participar, un denominado y gaseoso fondo de solidaridad estimado en 10.000 millones, el control total sobre derechos comerciales y audiovisuales cuantificado en el triple del montante que actualmente se reparte en la Champions, que vendría a reportar a cada club al año y durante 23 años 4.000 millones de euros. Por si fuera poco, se ofrecerían los derechos televisivos y de imagen a las grandes productoras como Netflix y Amazon.
Como puede verse, un pastizal que iría a parar a esas grandes empresas disfrazadas de clubs deportivos, algunas de ellas ya cotizan en Bolsa. Esto es en lo que los tiburones financieros quieren convertir a doce selectos clubs de fútbol, entrañables entidades que en un tiempo representaban el sentir de la afición y la pertenencia a un colectivo social.
No les ha salido bien, de momento, pero al menos ya se han quitado la careta y podemos comprobar que nada de espíritu deportivo, nada de impulsar la afición al fútbol. Simplemente, se trataba de tiburones a quienes el fútbol y el deporte les importan una mierda.