uando se disipe la niebla del virus, la gente saldrá de nuevo al exterior como topos de sus madrigueras. Pero el escenario habrá cambiado. Las calles ya no serán un hervidero de personas que se cruzan, interactúan y pululan por los comercios. El espacio público será un desierto, los locales habrán desaparecido y los bulevares habrán sido ocupados por un enjambre de furgonetas de reparto, motos con maletero y ciclistas con mochila.
Una hora punta permanente de reparto a domicilio. La gente, en sus casas, mirando la pantalla de sus teléfonos móviles, siguiendo en tiempo real el recorrido de su pedido y esperando a que alguien con una gorra llame a la puerta y, sin cruzar palabra, entregue un paquete de cartón con una sonrisa dibujada en su tapa.
Es la ciudad fantasma que dejará la pandemia. Tan solo acelerará el proceso iniciado hace ya más de una década. Con el trauma de la desindustrialización ya casi borrado de nuestras memorias, será el turno de la destiendización. Y el hundimiento del comercio no sólo tendrá brutales consecuencias económicas, sino que impactará también en nuestro modo de vida y en nuestra autoestima colectiva.
Cientos de negocios cerrados, una sangría imparable alimentada por los sueños húmedos del nuevo capitalismo y confirmada por nuestro comportamiento sumiso y obediente. Un entorno urbano deshumanizado y gris, terreno abonado para monopolios encubiertos y prácticas abusivas disfrazadas de modernidad y economía colaborativa.
De fondo resonará la risotada lejana de un señor calvo que acaricia un gatito en su despacho de Seattle. Estamos a tiempo de despertar de la pesadilla. De bajar corriendo a la tienda de la esquina a comprar dos barras al panadero del barrio. De esperar en la puerta si todavía no ha abierto. De respirar aliviados cuando levante la persiana.