uchose ha escrito y debatido toda esta semana sobre el auto del TSJPV; por si faltaran elementos para la polémica, las manifestaciones del magistrado Garrido han levantado un tremendo y lógico revuelo, a medio camino entre la sana crítica, el estupor y la indignación. No son, desde luego, manifestaciones que quepa valorar como fruto de un ejercicio de prudencia ni de mesura.
Existe un dicho judicial según el cual "los jueces se expresan por medio de sus autos y sentencias"; esta expresión expresa en realidad el imprescindible objetivo de mantener a salvo la imparcialidad como principio rector de su actuación, requisito básico en un Estado de Derecho.
Cabe recordar que la Constitución impide a los jueces desempeñar otros cargos públicos y pertenecer a partidos o sindicatos, pero nada dice acerca de su libertad de expresión. No existe una prohibición expresa dirigida a los jueces en el sentido de que no puedan opinar acerca de aquellos asuntos que tienen que juzgar. En realidad su propia prudencia, su sentido común y su autocontención deben ser las pautas deontológicas que regulen sus manifestaciones y sus silencios como jueces en relación con los temas sobre los que tienen que decidir.
¿Cuál es el factor clave a calibrar y analizar? Que un exceso verbal como el materializado en este caso afecta directamente a la garantía de su imparcialidad, esencial a su vez para la efectividad de la tutela judicial efectiva. Esta exigencia de imparcialidad es la que debe oponerse como límite a su libertad de expresión. Hay que partir de que todo juez tiene, por supuesto, ideología y opiniones, como cualquier otra persona. Por supuesto. Pero la prudencia y la ecuanimidad deben ser elementos troncales y características que den valor a la judicatura. Su ausencia provoca desconcierto, inseguridad y desconfianza en la ciudadanía.
Todo juez debe, inexcusablemente, ser independiente e imparcial, y por todo ello debe tener especial cuidado con sus expresiones públicas. En un juez las apariencias son importantísimas, como ha señalado reiteradamente el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Eso no quiere decir que, como cualquier otro ciudadano, no goce de la libertad de expresión.
Por supuesto, puede hacer declaraciones públicas, pero si emite su parecer ideológico sobre un asunto que está sometido a su jurisdicción deja de ser imparcial.
La independencia de los jueces tiene como finalidad última que afronten la resolución de los asuntos desde una posición de imparcialidad. Es decir, que no haya perturbaciones ajenas a su examen objetivo de los hechos y del derecho para resolver los conflictos. La jurisprudencia del Tribunal Constitucional ha diferenciado entre la imparcialidad subjetiva, que garantiza que el juez no ha mantenido relaciones indebidas con las partes, y la imparcialidad objetiva, es decir, la referida -como ha ocurrido en este caso- al objeto del proceso, por la que se asegura que el juez o tribunal se acerca al objeto del mismo sin prevenciones en su ánimo (STC 47/1982, de 12 de julio) o sin haber tomado postura en relación a él (STS 47/2011, de 12 de abril).
La STC 69/2001, de 17 de marzo, con cita de otras muchas resoluciones, es clarísima y aplicable a este supuesto: "Es importante tener presente que, para que, en garantía de la imparcialidad, un juez pueda ser apartado del conocimiento concreto de un asunto, es siempre preciso que existan sospechas objetivamente justificadas, es decir, exteriorizadas y apoyadas en datos objetivos€".
Y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos reitera que la imparcialidad normalmente denota la ausencia de prejuicios o parcialidad. Según su reiterada jurisprudencia, para calibrar tal afección a la imparcialidad se debe tener en cuenta la convicción personal y el comportamiento de un juez en particular, es decir, si el juez sostuvo cualquier prejuicio personal o parcial en un caso dado. Visto y oído lo que ya todos conocemos en este caso solo resta, en la quietud dominical, que el lector juzgue.