n Catalunya, asolada por una catarata de problemas sociales, económicos y políticos pendientes por resolver, la gran preocupación final de la campaña es saber si el exministro Illa se ha hecho una PCR. En Madrid, un vicepresidente vanidoso busca sin desmayo y consigue su permanente minuto de gloria. Pablo Iglesias se lía la manta a la cabeza para enarbolar la bandera del déficit democrático de su país y provoca la perplejidad sonrojante de sus socios de Gobierno que le niegan su proclama y, de paso, le afean una descarada falta de humildad. En el PP, su presidente se siente tan desconcertado ante el previsible naufragio catalán que ha elegido para capear el temporal el salvavidas pinchado de abominar del pasado de su partido en el 1-O. Aquel desastre que, desde luego, compartió solo o en compañía de sus amigos. Y en La Moncloa, Pedro Sánchez guarda un significativo silencio que le aleja del alboroto mientras desoye a quienes le invocan a poner orden en el carajal de su gobierno. El presidente se limita a contemplar cómo los populares se queman en la hoguera de las paniaguadas confesiones de Luis Bárcenas.
El soberanismo catalán ha detectado que Illa es un peligro real. No hay encuesta por manipulada que resulte que oculte las expectativas de victoria del candidato socialista. Solo así se explicaría fácilmente el descarado amotinamiento de las fuerzas independentistas contra el PSC que, de paso, deja resuelta la ecuación de la futura Generalitat antes de que se haga el recuento de votos. Ahora bien, quedaría pendiente la incógnita de quién será el nuevo honorable president. Con el paso de los días, ERC empieza a sentir que le tiemblan las piernas. El fantasma de 2017 sobrevuela con frenesí sobre el ánimo republicano. En sus crecientes pesadillas saben que el voto identitario prefiere el candidato original a la copia pactista, que antepone el corazón a la razón, que desea el pulso con España antes que esa mesa de diálogo que suena a componenda. En una palabra, que JxCat les puede volver a amargar la noche.
Un hipotético regreso victorioso de la sombra efectiva de Puigdemont al epicentro de la política complicaría desde mañana mismo la vida a Sánchez, incluida su propia estabilidad. Y, por supuesto, pondría de los nervios a ERC, a quien dentro de su casa le cuestionarían con cierta dosis de razón sus escenas de sofá en Madrid como causa directa de una derrota que no imaginaban cuando convocaron estas elecciones de la pandemia. En realidad, la situación emerge tormentosa para la estrategia de Rufián-Tardà porque solo les vale el triunfo de Aragonès, un candidato venido a menos con el paso de los días y los combates de altos vuelos. Si Illa gana sin la fuerza suficiente para amarrar un gobierno desde la izquierda constitucionalista y ERC se pliega a una entente independentista que volverá a colocar el referéndum en su frontispicio estratégico, el espíritu de la moción de censura se tambalearía en el Congreso por su incongruencia manifiesta. Eso sí, ante semejante escenario también puede ocurrir que Sánchez el pragmático mire para otro lado y ningunee el desprecio de uno de sus socios, apelando sencillamente a la necesidad del diálogo entre diferentes.
La noria política va a seguir girando en torno a Catalunya, quizá con más intensidad que hasta ahora por sus efectos colaterales.
Que se lo pregunten a Pablo Casado. El líder del PP sigue dando tumbos como alma en pena, acechado por los errores de su estrategia tan volátil y la sacudida atroz de una corrupción sistémica de su partido. Pareciera que desde la moción de censura de Abascal le ha mirado un tuerto cuando entonces aquel distanciamiento hiriente de Vox mereció el aplauso generalizado por su segundo giro al centro. Ahora, sin embargo, siente la angustia de un posible sorpasso de sus enconados rivales de la ultraderecha que puede desestabilizar su liderato. Una amenaza real que surge en medio del fango generado por el juicio de las corruptelas de aquellos dirigentes históricos y que le salpica de lleno aunque reniegue infantilmente de haberlos conocido. El riesgo de inmolación existe. Mientras, en el Gobierno las dos almas, cada vez más disonantes, se estremecen con sus contradicciones de cada mañana. Las puyas personalistas sobrevuelan sin cesar en un mar de aguas revueltas con la crisis a la puerta de los ministerios. Por si algo faltara, las primeras voces clamando por la dimisión de Iglesias, ese incordio permanente, ya hacen coro.