ué gran bravuconada, la del vicepresidente español, Pablo Iglesias. En un remedo aguachirlado del "¡exprópiese!" de Chávez, el estadista de Galapagar ha porfiado que no le temblaría el pulso en nacionalizar farmacéuticas si eso garantizara el derecho a la salud. Como es obvio, los capos de las boticas al por mayor no están para chorradas, pero en el remoto caso de que la fanfarronería hubiera llegado a sus oídos, no es difícil imaginar la carcajada inyectada de desprecio. Puro principio de realidad: es mucho más fácil que una farmacéutica intervenga un Estado (presuntamente) soberano que la viceversa. Basta poner frente a frente los recursos financieros de cada cual para comprobar quién saldría ganando de un pulso.
Y como dolorosa prueba del nueve, ahí tenemos bien reciente la claudicación de toda una Comisión Europea frente al emporio AstraZeneca. Incluso con una actitud valerosa y digna de elogio, todo lo que ha conseguido la entidad que representa a 27 gobiernos es que los trileros de vacunas se avengan, ya si eso, a servir la mitad de las dosis inicialmente comprometidas hasta el mes de marzo. Una humillación, sí, pero el mal menor cuando en el zoco despiadado de la inmunización hay postores con mucho parné que decuplican el precio por vial que acordó la UE. Es el mercado, amigo Iglesias.