omos unos ingenuos. Cientos de sesudos artículos, innumerables tertulias, verborreas incontenidas, entusiastas ensoñaciones republicanas y cantos de sirena por doquier auguraban -algunos de ellos, incluso convencidos- de que Felipe VI se posaría sobre la realidad que le atrapa. Sonaban voces, hasta dentro del propio Gobierno de coalición, que le instaban a hacerlo sabedores de la necesidad de depurar de una vez el hedor que siguen destilando socialmente las correrías de su padre. Hasta los mismos monárquicos contenían el aliento pensando que sobre el discurso navideño quizá sobrevolaría una mínima concesión a otra degradación del rey emérito similar a aquella sonada exclusión del presupuesto familiar. Un globo lleno de expectación que se desinfló solo. Una decepción que dejará secuelas porque, sobre todo, consolidará -quizá hasta ensanchará- el creciente desafecto hacia la monarquía y el actual jefe del Estado. O, sencillamente, todo se reduzca a la simplista constatación de no que se puede esperar mucho más de una costumbrista alocución que ni remueve conciencias ni alienta esperanzas ni aporta soluciones. Mucho menos envuelto en un tono hierático desprovisto siquiera de unas mínimas gotas de emotividad.
Había quien había reducido toda esperanza regeneradora por parte del monarca a esa frase inolvidable que queda para la historia porque acuña todo un mensaje. Ya pasó con aquella contundente advertencia de que la Justicia es igual para todos cuando las corruptelas de Iñaki Urdangarin eran un clamor popular. Desgraciadamente, también ocurrió con el inefable desprecio al diálogo y el entendimiento que supuso aquel mensaje de barniz militarista del 3-O que la Catalunya independentista y los precursores de la negociación sin rayas rojas jamás olvidarán. Por eso, cuando llega el momento de interpretar este aciago 2020, de una pandemia cruel con la vida humana y la solvencia económica de familias y de todo un país y donde se ha asistido a la insólita expatriación voluntaria de un rey sin trono asediado por traicionar a la Hacienda de su propia nación, es lógico imaginar que ante semejante escenario tan tétrico la primera institución del Estado español sepa calar con sus palabras. Solo una retahíla de lugares comunes.
Es verdad que era un discurso esperado con las garras afiladas sin disimulo alguno. Bajo semejante lupa, tampoco importaba mucho las cuatro frases hechas sobre la resistencia del pueblo español ante la pandemia, la imprescindible apuesta sin fisuras por construir un nuevo futuro, el elogio a la aportación decidida de la Unión Europea o la prevalencia de la ayuda del Ejército y de los cuerpos policiales en medio de la desgracia, como no podía ser menos. Solo había oídos atentos para cuando llegara ese momento imaginado de aludir a las andanzas o al futuro de su padre, aunque fuera metafóricamente. Y ya cuando apenas quedaban dos minutos para la felicitación trilingüe por ahí aparecieron encadenadas 87 palabras relativas a la exigencia obligada y sin excepciones de los principios éticos por encima de las consideraciones familiares. Ni un paso más allá. Pareciera como que le había bastado el liviano ejercicio de un par de frases nada comprometidas para soslayar pretendidamente la respuesta a una exigencia que cada día retumba con más fuerza. Con semejantes evasivas es como engorda la legión de descontentos que siguen ávidos por disponer de una contundente respuesta ejemplarizante a los deshonestos comportamientos de Juan Carlos I. Se habían acumulado tantas preguntas deseosas de saber de dónde vienes y por eso es comprensible la desazón cuando escucharon simbólicamente como única respuesta aquello de "manzanas traigo".
Es fácil de asumir, por comprensible, que un discurso de Nochebuena plagado de simbolismos tan tradicionales no resulte el foro más idóneo para alumbrar la redención de penas de los desvaríos monárquicos. Más aún, hasta podría admitirse que este innegable halo de curiosidad que ha rodeado el contenido del séptimo mensaje de Felipe VI se ha venido fraguando hábilmente desde un cualificado espectro partidista muy interesado en lanzar la caña porque saben sin esforzarse demasiado que así avivan, con luces y taquígrafos, el debate ideológico que mejor rentabilizaban. Pero el balance resulta objetivamente desalentador para quienes siguen anhelando que quienes les gobiernan respondan con un compromiso imperturbable a sus exigencias de moral, equidad y justicia. Y por eso se indignan cuando ven cómo se sacuden su responsabilidad.