icen que la Navidad es tiempo de ilusión, de ensoñación, de fantasía. No sólo para los niños. Para los adultos también es un periodo en el que somos especialmente permeables al halo que rodea a estas fechas, nos contagiamos de buenos sentimientos y se nos ablandan las meninges. Salud, amor, paz en el mundo y todo eso.
Y es entonces cuando, dominados por las emociones, bajamos la guardia y tomamos decisiones más con el corazón que con la cabeza. Campo abonado para rufianes de todo pelaje que hacen el agosto en diciembre. Esta vieja treta psicológica, de la que tanto abusa la mercadotecnia y hasta ahora dominio exclusivo de los trileros de las marcas, resulta ahora demasiado atractiva para las Administraciones.
Así que también han entrado en el juego del ilusionismo en estos tiempos de pandemia tan propicios para la confusión. De los creadores de confinamiento o desescalada, gotículas o aerosoles, ciencia o política, salud o economía, llegan nuevas y fascinantes dicotomías imposibles a las que someter a la ciudadanía.
Hay que salvar la Navidad, pero cuidado con la tercera ola. Apoyad al comercio local, pero no entréis en espacios cerrados. Venid al centro, pero quedaos en casa. Acercaos a contemplar la espectacular decoración, pero no os amontonéis. ¿En qué quedamos? ¿Dónde está la bolita?
Como símbolo de esta encrucijada insoluble, preside la Virgen Blanca una inquietante bola gigante luminosa. Icono del sí pero no, pegadiza melodía de un canto de sirena sotto voce. Como la llama para las polillas, la luz es tan atractiva como peligrosa. Eso sí, si luego nos quemamos, será por supuesto nuestra responsabilidad. Y ahí está la enorme esfera, luciendo brillante en pleno centro de la ciudad, interpelando a los viandantes con la enorme contradicción de estas fechas. La gran bola navideña.