medida que diciembre se aproxima, incluso este año en que el pandemonium ha cercenado los genitales de Papá Noel, el Olentzero y los Reyes Eméritos de Oriente de un tajo, el grado de estupidez colectiva crece exponencialmente. Es cierto que las restricciones gubernamentales han horadado el dickensiano espíritu de las navidades presentes, ya que toda chufla masiva será dispersada por la fuerza pública entre petardos y confeti. Pero la gilipollez se abre paso, como la vida en Parque Jurásico, y Armani, Chanel, el Almendro y Loterías del Estado saben redireccionar sus campañas para captar a los nostálgicos de la vieja normalidad consumista. La Navidad es un trampantojo perfecto, un holograma de sentimientos de saldo y recuerdos de escenas compradas en Hollywood en el que trabajan muchas fuerzas reaccionarias codo con codo. Horacio sitúa en ese frente a los chicos del Ibex 35 y la banca, que con millones de corazones reblandecidos actúan con mayor impunidad impulsando gastos innecesarios e inversiones absurdas. Y por supuesto, la santa madre iglesia Católica, que apura los estertores finales de su imperio de veinte siglos con el truco prestidigitador del niño Jesús, la estrella de Belén y los magos de Oriente.
Y de pronto, la derechona ha vuelto a adueñarse del relato social y de la atmósfera que respiramos a finales de año. Las luces callejeras y los villancicos acompañan con coros de serafines y querubines las manifestaciones en contra de la Ley Celaa al grito de ¡Libertad!, mientras los inmigrantes y familias más necesitadas siguen abocados a una enseñanza en centros gueto.
Los gasteiztarras se echan al monte los fines de semana para respirar oxígeno sin mascarilla, pero la verdadera apnea social para Horacio es la asfixiante invasión conservadora de las mentes de los empobrecidos. Santa Claus is coming to town...